FALFURRIAS, Texas — Cayeron las plumas negras de los buitres que volaban en círculos y se engancharon en la hierba amarilla enmarañada. El encargado del rancho miró el terreno y siguió el hedor. Encontró el cuerpo de la mujer, como tantos otros en la maleza del sur de Texas: extendido, con los brazos oscurecidos por la descomposición, elevados por encima de su cabeza como si se rindiera.
El ranchero ya sabía qué hacer. Se había encontrado con 15 de esos inmigrantes a lo largo de los años. Llamó a los encargados del Departamento del Sheriff de Brooks. Emitieron un Código 500, una llamada referente a un cadáver, convocando a un agente del departamento, dos oficiales de la Patrulla Fronteriza, un juez de paz y un director funerario.
Se encontraron con el ranchero poco antes del mediodía en la puerta del Rancho Los Palos, a unas 120 millas al norte de la frontera. Juntos vadearon a través de la maleza espinosa que les llegaba a la rodilla, conscientes de que el calor de junio saca a las serpientes de cascabel de sus madrigueras. Los hombres miraron hacia donde yacía: el rostro había desaparecido, el cráneo fue limpiado por los carroñeros, el cabello y la mandíbula inferior arrastrados a unos pocos metros de un cuerpo que aún no era esquelético.
Supusieron que la mujer había muerto de agotamiento o deshidratación.
“Esperan allí y se mueven por la noche”, comentó el ranchero, señalando un grupo cercano de mezquite, donde él y su esposa a veces espían las sombras que pasan de quienes se dirigen al norte.
El agente envolvió el cuerpo en una sábana blanca. Luego lo metió en una bolsa gris y ayudó al director funerario a cargarlo en la parte trasera de su Ford Explorer para transportarlo a la morgue del Departamento del Sheriff. Se tomarían las huellas digitales y se analizarían para detectar coronavirus. Los hombres no encontraron rastro de su nombre. Pasarían días antes de que las huellas dactilares indicaran a los investigadores que la mujer era Rosario Yanira Girón de Orellana, una madre soltera de 41 años que había viajado más de 1.500 millas desde El Salvador.
Authorities transport the body of Rosario Yanira Giron de Orellana, a 41-year-old migrant from El Salvador who died before she could be reunited with her 15-year-old daughter. Her body was found on a ranch in Falfurrias, Texas.
Brooks y el Valle del Río Grande al sur han sido rutas de contrabando populares durante décadas, un barómetro confiable de muertes de migrantes en toda la frontera. A seis meses de 2021, los decesos en el condado ya habían llegado a 55, frente a un total de 34 el año pasado y por encima del promedio de cinco años. Los migrantes aquí a menudo marcan el 911 desde sus teléfonos celulares, varados sin agua y pidiendo ayuda. Algunos días de este verano, las autoridades recuperaron tres cuerpos. Todos eran adultos, más de la mitad hombres. Su identificación era de Centroamérica o México. Familiares que han buscado migrantes desaparecidos este verano han volado desde lugares tan lejanos como California y Nueva York.
A diferencia del desierto de Arizona, otra trampa mortal para migrantes, los ranchos del sur de Texas a primera vista parecen verdes. Pero es un espejismo mortal. Las temperaturas suben a casi 100 grados. De las 944 millas cuadradas del condado, aproximadamente el doble del tamaño de la ciudad de Los Ángeles, solo una fracción de una milla cuadrada tiene agua. Los Palos y otros ranchos tienen abrevaderos y tanques para el ganado, pero están llenos de bacterias y los migrantes que beben de ellos han muerto. Aquellos que no sucumben a la naturaleza a veces son abandonados por contrabandistas.
Los oficiales y agentes hacen lo que pueden para patrullar los lugares de recogida y entrega de presuntos contrabandistas, incluida la County Road 107, la carretera más cercana a donde se encontró el cuerpo de Rosario, un tramo de caliche de una milla de largo que termina en Los Palos Ranch. Los defensores de los migrantes han colocado más de 150 barriles azules de agua en la CR 107 y otras carreteras locales. Pero Rosario fue descubierta a kilómetros de la carretera, más allá de la vista de los barriles.
La habían encontrado sin bolso, teléfono, pasaporte u otra identificación. Su cabello negro estaba recogido con una cinta elástica azul. Su camisa de rayas negras levantada revelaba un sujetador de encaje rosa sobre los pantalones negros. Los traficantes a menudo instruyen a los migrantes para vestirse de negro: un buen camuflaje por la noche, pero que les causa un calor brutal después del amanecer.
El ayudante revisó sus bolsillos: nada. No llevaba joyas, solo un rosario de plástico y una cadena de cuentas de colores con un medallón que decía, en español, “Virgen, guía mi camino”.
“¿Qué hora es?”, preguntó uno de los agentes de la Patrulla Fronteriza.
Eran las 12:16 p.m. El juez de paz declaró muerta a Rosario. Una vez que el director de la funeraria llevó el cuerpo a la morgue, los agentes fotografiaron sus dedos ennegrecidos con la esperanza de identificar huellas. Enviaron una foto de su huella digital izquierda al consulado salvadoreño. Una coincidencia volvió al día siguiente.
Hija de un trabajador agrícola, Rosario creció en el pueblo costero de San Julián, con una población de 22.000 habitantes, a unas 40 millas al oeste de la capital. Era delgada, de menos de 5 pies de altura, la segunda de nueve hermanos, algunos de los cuales la describieron como una segunda madre, una persona hogareña a la que apodaban “Chaito”.
Devota pero testaruda, Rosario celebró su quinceañera no con una fiesta, sino rezando el rosario con amigos y familiares en casa. Amaba las rosas, pero rara vez las recibía. Casada a los 21 años, tuvo una hija, Adriana Orellana de Girón, luego en los últimos años se separó de su esposo y regresó a casa. Rosario rara vez salía; iba principalmente a la iglesia, donde daba clases de catecismo.
Rosario crio, no solo a su hija, sino también a sus hermanos y sobrinos. Los llevó a la escuela, la iglesia y un parque local, los ayudó con la tarea y los llevaba a la cama. Vio a la mayoría de ellos partir hacia Estados Unidos y establecerse donde se encontraba su padre antes de que lo deportaran 11 años antes: Houston.
Rosario nunca habló de migrar. Pero en noviembre, celebró la quinceañera de su hija, le compró un vestido de color aguamarina sin mangas y habló elocuentemente sobre su paso a la feminidad adulta. En privado, comentaron sus hermanas, a Rosario le preocupaba que Adriana hubiera crecido lo suficiente como para ser atacada por las pandillas que gobernaban el vecindario.
“Cuando me llamaba, le decía que la vida aquí es muy diferente”, recuerda la hermana mayor de Rosario, María Huezo, de 42 años, cuya hija, también llamada Adriana, celebrará su quinceañera en otoño. “Aquí hay empleo, pero no tienes tiempo para tus hijos. Allá estás con tus hijos, pero no hay trabajo”.
Huezo había cruzado la frontera ilegalmente unos 20 años antes. No se sentía con el derecho de decirle a nadie que no viniera. Pero ninguno de los miembros de la familia había viajado al norte a pie; todos habían sido capturados poco después de cruzar el Río Grande. Y ninguno había llegado desde que el presidente Trump fue elegido y reprimió a los solicitantes de asilo.
“Nunca imaginé que Rosario vendría”, señaló Huezo. “Para decidir tomar este camino, hay que ser valiente. Y ella nunca salió de la casa. No sabía cómo defenderse en la calle, en el mundo”.
El 16 de marzo, alrededor de las 6 a.m., Rosario se despidió de su madre y tomó camino con su hija hacia el norte. Les tomaría 15 días, moviéndose de pueblo en pueblo, antes de llegar a la ciudad fronteriza mexicana de Reynosa.
Rosario sabía por hablar con otros migrantes que, si cruzaba la frontera con Adriana, la Patrulla Fronteriza las enviaría de regreso a México debido a las restricciones pandémicas. Pero si Adriana se iba sin un adulto, la entregarían a familiares en Houston.
La hermana menor de Rosario, Vilma Girón, de 38 años, había hecho el mismo viaje en 2014. Fue detenida por la Patrulla Fronteriza, liberada a los pocos meses y enviada con sus dos hijas. Todas solicitaron asilo. La joven de 17 años estaba ingresando al séptimo grado; la joven de 21 años se había graduado de la preparatoria y estaba trabajando en un almacén de Amazon, donde pronto calificaría para recibir ayuda con la matrícula para estudiar en la Universidad de Houston.
“Por eso vino”, comentó Girón sobre Rosario durante un desayuno reciente de pupusas. “Por eso lo hicimos todos: por nuestros hijos. Nunca pensamos que esto nos pasaría a nosotras. Donde vivimos, hay tantas familias que han llegado completas”.
Rosario no le comentó a su hija que la enviaría a cruzar la frontera sola hasta que se separaron el 2 de abril. Ella hizo los arreglos con una compañera madre y migrante que viajaba con el grupo para que recogiera a Adriana. Cuando llegó la mujer, Rosario se llevó a la niña a un lado.
“Tenemos que separarnos”, recuerda Adriana que le dijo su madre. “Es mejor para ti. Nos reuniremos. Dios te bendiga y te guarde”.
Había alrededor de 10 migrantes en su grupo, todos elegibles para ingresar a Estados Unidos porque eran madres con niños pequeños o jóvenes como Adriana sin sus padres. Delgada, tímida y pequeña para su edad, Adriana no sabía nadar. Pero ella siguió a los otros migrantes hasta una balsa inflada y cruzó el Río Grande. Pronto fueron detenidos por la Patrulla Fronteriza.
Adriana estuvo detenida durante varias semanas, luego fue entregada a su familia en Houston con permiso para quedarse hasta que se decidiera su caso de asilo. (Debido a un retraso en la corte, su primera audiencia no será hasta el 12 de enero).
Mientras tanto, Rosario había cruzado la frontera hacia el escondite de un contrabandista en el Valle del Río Grande, donde permaneció un par de semanas antes de dirigirse con un grupo a Houston. Tenía un celular salvadoreño y le enviaba mensajes de WhatsApp a su hija a través de su hermano en San Julián.
“No te preocupes hija, estamos bien”, escribió a las 8 p.m. el 26 de mayo. “Caminamos dos días y dos noches y nos encontramos en un lugar donde podemos descansar”.
Entonces los mensajes cesaron de repente.
Eso asustó a los seis hermanos de Rosario en Estados Unidos. Ninguno había estado incomunicado durante sus viajes al norte, a menos que fueran detenidos por la Patrulla Fronteriza. Su hermano menor, cuyo caso de asilo estaba pendiente, se comunicó con su abogado de inmigración, quien buscó sin éxito a Rosario en centros de detención de inmigrantes y hospitales.
Días después, la hermana de Rosario, Vilma Girón, comenzó a recibir mensajes de WhatsApp de un extraño con un número salvadoreño que aseguraba haber migrado con Rosario. “Óscar C” indicó que, cuando Rosario dejó de caminar en un rancho el 29 de mayo, compañeros migrantes la dejaron atrás con agua y un teléfono celular.
“Mencionó que estaba cansada, pero que su salud parecía estar bien”, comentó Girón. “Ella estaba esperando allí a que inmigración la encontrara”.
Otro hombre se comunicó con su hermano en El Salvador para decirle que el grupo de Rosario había dejado atrás a una segunda mujer febril que luego fue rescatada por la Patrulla Fronteriza.
Los familiares de Rosario inicialmente temieron contactar a las autoridades estadounidenses, porque muchos de ellos habían ingresado al país ilegalmente. En cambio, llamaron al Centro de Derechos Humanos del Sur de Texas con sede en Brooks, que distribuye barriles de agua y recibe llamadas de familias que buscan migrantes desaparecidos. Los voluntarios acordaron ayudarlos a buscar y transmitir información a la Patrulla Fronteriza.
Uno de los hermanos de Rosario y un sobrino, el hijo de Huezo, ambos en el país legalmente, viajaron desde Houston a Brooks para buscarla el 3 de junio.
Huezo le envió un mensaje de texto a Óscar para obtener más información y él respondió que Rosario estaba “al borde de un camino arenoso frente a un rancho”.
“¿Qué llevaba con ella?”, preguntó Huezo.
Sus documentos y su teléfono, respondió Óscar, y señaló que el teléfono estaba apagado, “para que tuviera batería”.
“Tengo mucha fe en Dios en que ella estará bien”, escribió.
Al día siguiente, Óscar le envió a Huezo una ubicación de Google Maps de Rosario. Ella le envió las coordenadas a su hijo en Brooks. Él y su tío se acercaron a dos millas de donde se encontró más tarde el cuerpo de Rosario, pero fueron detenidos por una puerta cerrada con llave. Cerca, vieron zapatos desechados y jarras de agua.
“Me di cuenta de que hubo gente recientemente, porque la noche anterior había llovido y las huellas todavía estaban ahí”, indicó el hijo de Huezo.
Al día siguiente, Huezo le envió un mensaje a Óscar nuevamente.
“¿Qué más tenía mi hermana, además de una camisa y pantalones negros?”, preguntó. “¿Qué tipo de zapatos usaba?”.
“Zapatos grises con rosa en el exterior”, respondió.
Huezo había visto una foto de Rosario, tomada justo antes de que se fuera a Estados Unidos, en la que vestía unos zapatos deportivos Nike gris con rosa.
“Cuando vi eso”, admitió Huezo en relación al mensaje de Óscar, “supe que era mi hermana”.
Intentó enviar más preguntas a Óscar. Él nunca respondió. (Tampoco respondió a los mensajes del Times, excepto para decir: “Gracias por escribir el artículo. Realmente soy la última persona en contribuir”).
Al día siguiente, los investigadores notificaron a Huezo que habían identificado el cuerpo de Rosario. Fue a la casa de su hermana para contárselo a Adriana.
“Todo lo que tenía que hacer era verme”, expresó Huezo.
No está claro cómo murió Rosario. Su familia se pregunta por qué la encontraron sin sus documentos o teléfono y por qué nunca llamó al 911 para pedir ayuda. Las autoridades no realizaron una autopsia. Es posible que el misterio de cómo terminó sola en la maleza nunca se resuelva. Sus familiares no pudieron mirar su cuerpo, ni vestirla o colocarle un rosario en su ataúd.
La familia de Rosario dejó que su hija decidiera dónde la enterrarían: El Salvador o Estados Unidos. Adriana quería que su madre estuviera cerca, donde pudiera visitar la tumba. Huezo y dos hermanos, entre sus turnos de trabajo en McDonald’s, construyeron un altar a Rosario, rodeado de velas y las rosas que ella amaba, en su remolque de doble ancho. Rezaron el rosario durante nueve noches, el tradicional novenario. Y ayudaron a sus padres a solicitar visas humanitarias del gobierno de EE.UU para asistir a su funeral el 29 de junio.
Las solicitudes de visa fueron denegadas. En cambio, los padres de Rosario vieron la misa fúnebre en Facebook Live. Un sacerdote que no conocían habló sobre su hija a la cual él nunca trató en una iglesia que jamás habían visto. Los familiares vestían camisetas blancas con rosarios negros en relieve y una cita: “Hoy tomamos caminos diferentes, pero siempre llevaré conmigo lo que aprendí de ustedes”.
Cuando llegaron al cementerio empezó una tormenta eléctrica. Pocos entre la multitud, de alrededor de 100, tenían paraguas. Pero ninguno se fue, ni siquiera los trabajadores uniformados de McDonald’s que nunca habían conocido a Rosario. Los empleados del cementerio tuvieron que colocar una segunda carpa.
Adriana estaba junto a la tumba de su madre con zapatillas y una falda negra. Sollozó cuando bajaron el ataúd, abrazando a un tío joven, uno de los muchos parientes que su madre había criado. La lluvia paró. La familia lanzó una hilera de globos blancos con forma de rosario. Un guitarrista tocó canciones pop cristianas en español y algunos cantaron, sus voces pronto se ahogaron por el zumbido de una excavadora.
Ya habían colocado una placa de metal temporal con su nombre, “Rosario”, en la tumba. La semana pasada, Adriana seleccionó la lápida para la tumba de su madre: granito gris, con dos jarrones a los lados para sus rosas. Se instalará el próximo mes, casi al mismo tiempo en que Adriana comenzará el noveno grado.
Si quiere leer este artículo en inglés, haga clic aquí.
Suscríbase al Kiosco Digital
Encuentre noticias sobre su comunidad, entretenimiento, eventos locales y todo lo que desea saber del mundo del deporte y de sus equipos preferidos.
Ocasionalmente, puede recibir contenido promocional del Los Angeles Times en Español.