Columna: Incluso si pierde, Trump ya ganó
Esto no va a terminar nunca. Habrá impugnaciones y contra impugnaciones, juicios y recuentos. Quizá protestas; tal vez violencia. Han pasado más de 24 horas desde que cerraron las urnas y no está claro cuándo sabremos con certeza quién ocupará la Casa Blanca el 20 de enero próximo.
Pero esto sí está claro: en un cierto nivel, Donald Trump ya ganó. Triunfó porque sembró exactamente el tipo de discordia que le gusta. Ganó porque nos ha dividido aún más, de maneras que permanecerán con nosotros mucho después de que él haya dejado el cargo. Ha convertido a los adversarios en enemigos, ha socavado nuestras instituciones democráticas y nos ha convencido de que nos estamos engañando unos a otros.
Por el momento, continúa socavando el propio sistema electoral con acusaciones infundadas de fraude electoral. Allí donde hay caos y confusión, él florece.
Incluso si Joe Biden finalmente se convierte en presidente —y mientras escribo esto parece tener un camino bastante allanado hacia los 270 votos electorales que necesita— millones de personas habrán vuelto a apoyar a Trump.
Que Estados Unidos haya elegido a Donald Trump una vez tal vez pueda ser descartado como una aberración, un terrible error. Quizá los votantes en 2016 —¡una época más ingenua!— pensaban que realmente no cumpliría con sus irresponsables promesas de campaña, o que las tremendas obligaciones del cargo lo tranquilizarían, o que otros lo mantendrían bajo control.
Pero que decenas de millones de personas redoblen la apuesta y voten por él nuevamente en 2020 es otra cosa. Es una afirmación de parte de esos votantes de que, sí, esto es lo que realmente somos, y en lo que Estados Unidos se ha convertido en los últimos cuatro años es realmente lo que queremos. Sus votos envían un mensaje al mundo de que este hombre raro e indigno de confianza no se abrió paso en el trabajo más poderoso del mundo engañando al gran pueblo estadounidense. Más bien, fue —y sigue siendo— la elección consciente de demasiados.
Eso no augura nada bueno para los meses y años venideros. Incluso si Trump se marcha, me temo que el trumpismo no desaparecerá.
Muchos de sus partidarios reconocen sus defectos de carácter pero lo apoyan de todos modos porque confían en él para manejar la economía, o les gusta su estilo irreverente, o han sido persuadidos de que Joe Biden está senil. Pero el mensaje que envían cuando votan por él por segunda vez es que están de acuerdo con la autocontratación, el acoso y la mentira. Intencionalmente o no, están levantando el pulgar a la forma en que él habla de las mujeres, su negativa a denunciar a QAnon, los dólares del gobierno que ingresan a sus hoteles, sus artimañas políticas en Ucrania, su discurso cargado de temas raciales.
A los partidarios del presidente les gusta hablar sobre el “síndrome del trastorno de Trump”. Esa es la enfermedad que, según creen, aflige a los demócratas, volviéndolos tan locos con una animadversión contra el actual presidente que nunca han podido darle una oportunidad. Es por eso que los demócratas supuestamente comenzaron a luchar para revertir los resultados de las elecciones de 2016 desde el momento en que Trump asumió el cargo. Por eso inventaron el “engaño de Rusia” y el drama del juicio político por la cuestión de Ucrania.
Pero si ningún presidente ha sido criticado y desafiado como Trump antes, es porque ningún presidente se ha comportado como Trump.
Uno de los supuestos síntomas del síndrome del trastorno de Trump es la tendencia a tomarlo demasiado en serio. Después de todo, dicen sus fans, no hace tanto daño con esas declaraciones y tuits escandalosos. Solo juega con ellos; solo está siendo Donald.
Podría señalar un millón de formas en las que eso no es cierto, desde su ataque a la verdad objetiva hasta su estímulo al miedo y el resentimiento, y su demonización de los oponentes. Pero, en cambio, permítanme señalar una simple cuestión de política. El delito más atroz del primer mandato de Donald Trump —peor que Ucrania, peor que Charlottesville, peor incluso que separar a los niños de sus padres en la frontera— es cómo ha manejado el tema del cambio climático.
Durante cuatro años, no solo ha ignorado y negado este cataclismo inminente, sino que nos ha alejado activamente de una solución. Defendió la industria del carbón, desafió las normas de emisión de combustibles, alentó a las empresas de combustibles fósiles y le quitó poder a los científicos. Es necesario actuar de inmediato, según los expertos —hace años, para ser honestos— si queremos evitar los peores y más destructivos efectos del calentamiento global. Perder cuatro años debido al mandato de Trump fue un desastre; perder ocho sería una calamidad.
Parece un remate adecuado para el primer mandato de Trump que este miércoles Estados Unidos abandonara formalmente el Acuerdo Climático de París, el tratado internacional que ayudó a crear en 2015 para unir al mundo contra una potencial catástrofe natural. Ese acuerdo no avanzó lo suficiente todavía, pero para Trump ya fue demasiado lejos. El mandatario nos sacó de él abruptamente, a pesar de que los efectos del cambio climático ya están sobre nosotros: hay sequías más largas y profundas, incendios forestales más salvajes, huracanes más brutales, olas de calor récord, témpanos que se derriten.
Si necesita un ejemplo del daño duradero que ha hecho Trump, ahí lo tiene. Su determinación de rechazar la ciencia del cambio climático es un crimen contra la humanidad.
Él ha insistido en su visión y ha dejado su huella, en detrimento nuestro. Es hora de que se vaya.
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