Era de esperarse. “Megalópolis”, la nueva cinta de Francis Ford Coppola, ya está en cartelera, y la mayoría de los comentarios de espectadores comunes y corrientes que hemos encontrado en línea la tratan con un desprecio absoluto, llegando a calificarla incluso como la peor película del año.
Y es que, realmente, esta no es una película para todo el mundo, aunque, a estas alturas, la frase suene ya a cliché. Tampoco es una película que vaya a complacer necesariamente a quienes admiren las mejores obras que de su legendario director, guionista y productor, entre las que se encuentran “Apocalypse Now” (1979) -que sigue siendo mi favorita en la historia entera del cine- y, por supuesto, The Godfather” (1972) y “The Godfather II” (1974) -que son clásicos incuestionables y me siguen pareciendo estupendos, más allá de las válidas apreciaciones sobre sus aspectos patriarcales que se han hecho en los últimos tiempos -.
Es que hay que ubicarse en el contexto. Cualquier cinéfilo que se precie de serlo sabe que, en los últimos años, el nivel de Coppola descendió extraordinariamente, hasta el punto de que su cinta anterior, “Twixt” (2011) -que tuve el infortunio de ver hace unos días, porque la había ignorado hasta el momento- es prácticamente insufrible, con un Val Kilmer a la deriva en medio de un relato inconsistente de fantasmas que ni siquiera se encuentra bien filmado.
Este simple antecedente hacía que se esperara la llegada del nuevo trabajo con un escepticismo absolutamente comprensible, e influye sin duda alguna en el hecho de que, al lado del desastre anterior, “Megalópolis” se sienta como una obra maestra.
Delirio y grandeza
No lo es. Pero sí es una gran película. Al menos en lo que respecta a sus ambiciones, a lo que trata de decirnos, a la excelencia de su reparto, a la perfección de su diseño sonoro, a la amplitud de sus escenarios y a la magnitud de una puesta en escena que, pese a uno que otro desatino digital, merece apreciarse en la pantalla más grande que se encuentre disponible (y créanme cuando les digo que no estará disponible mucho tiempo en las salas, porque está lejos, muy lejos de ser un producto para las masas).
Que un maestro del cine como Coppola se haya tomado el trabajo de hacer una cinta tan monumental como esta a los 85 años de edad, demostrando además en ella que sigue siendo capaz de manejar el lenguaje cinematográfico de manera magistral tras el traspiés supuestamente irreversible de “Twixt”, debería ser ya un motivo de alegría inmensa para los amantes del cine, incluso cuando, en el plano narrativo, lo que se pone ante nuestros ojos abarca mucho más de lo debido y se mete frecuentemente en desvíos innecesarios.
Los protagonistas de “Megalópolis” son Cesar Catilina (Adam Driver), un arquitecto visionario, alcohólico y drogadicto que aboga por un futuro brillante, y Julia Cícero (Nathalie Emmanuel), una joven aparentemente frívola, pero realmente inteligente, que es a la sazón hija del alcalde de la ciudad, Franklyn Cicero (Giancarlo Esposito), un tipo conservador y corrupto que detesta a Catilina.
Desde el comienzo, Coppola deja en claro que, además de su indudable talento, Catilina posee poderes especiales, lo que resulta al menos curioso en vista del desprecio por las producciones de Marvel que manifestó recientemente el realizador.
Alrededor de estos personajes estelares figuran muchos otros que aparecen más o menos desarrollados (el trabajo se fue gestando y modificando a lo largo de cuatro décadas), entre los que figura Wow Platinum (Aubrey Plaza), una reportera arribista con ansias de poder; Hamilton Crassus III (Jon Voight), su acaudalado marido, y Clodio Pulcher (Shia LaBeouf), un provocador extremista.
Francis Ford Coppola cree que puede detener el tiempo.
A la romana
La historia se desarrolla en una versión alternativa de Estados Unidos que remite directamente al estilo de vida del Imperio Romano en su etapa de decadencia (vamos, la ciudad en la que se ubica se llama Nueva Roma), con la finalidad de establecer unos paralelismos históricos que, si no resultaban ya bastante claros, nos son lanzados a la cara por el narrador, cuya voz es interpretada por Lauren Fishburne.
Uno de los problemas mayores del filme es, justamente, la presencia de esta persistente voz en off. No tenemos nada en contra de Fishburne, quien interpreta además con corrección al chofer/asistente de Catilina; pero, más allá de su intervención, la película se entrega frecuentemente a la implementación de diálogos cargados de un nivel de verborrea que no resulta siempre necesario, que recurre a citas de Shakespeare, Plutarco y Marco Aurelio y que posee indudables aires teatrales, aunque el acartonamiento parece ser intencional, como lo es también el bienvenido empleo del humor.
Por momentos, estas combinaciones no nos llevan a recordar a ningún clásico imbatible del cine, sino que nos remiten a “Calígula” (1979), la controvertida película de Tinto Brass que fue radicalmente modificada por su productor antes del estreno inicial en salas, pero que se acaba de relanzar en una versión mucho más apegada al concepto original, donde se ofrece la posibilidad de verla ante una luz completamente distinta.
Eventualmente, Coppola tiene tanto que decir, e insiste tanto en decirlo, que va perdiéndonos en el camino; y lo peor es que termina resolviendo todo de la misma manera simplista y anticlimática que empleó en su penúltima película, “Tetro” (2009) -que era más que decente-. Su defensa cerrada de la utopía tampoco convencerá a todos, como no lo harán tampoco las burlas que le hace a la extrema derecha estadounidense y sus breves comentarios sobre el fenómeno migratorio.
Libertad y desenfreno
A fin de cuentas, y en medio de su rareza, “Megalópolis” no es una cinta realmente experimental, al menos en el plano narrativo, pese a que el método de trabajo de Coppola con sus actores asumió tendencias poco convencionales al permitir que tanto él como sus intérpretes alteraran escenas del guión en medio del rodaje, lo que generó problemas de consideración con el equipo técnico.
Eso no quiere decir que la cinta no tenga momentos de descontrol total ni secuencias de tendencia alucinógena, lo que tendría un sentido más claro si se creyeran los rumores -negados por Coppola- de que el director consumió dosis copiosas de marihuana durante la filmación. Por ese lado, “Megalópolis” podría ser también vista como una película ‘stoner’; pero ese es un análisis que prefiero dejar en otras manos.
Sea como sea, el ímpetu con el que el director presenta sus ideas es tan intenso y tan creativo que no puede dejar de sorprender, sobre todo porque llega acompañado por un sentido de la libertad que el cineasta pudo obtener únicamente al pagar por cuenta propia el presupuesto de una producción que superó los 120 millones de dólares y que hubiera resultado mucho menos osada de haber sido financiada por Hollywood.
Finalmente, y a riesgo de sonar como un fan enamorado (¿o el término actual es ‘simp’?), debo decir que ninguna película que tenga a la espectacular Aubrey Plaza en el papel de una villana despampanante, manipuladora y extremadamente sensual puede ser mala. Se tenía que decir y se dijo.
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