Los antepasados de George Floyd perdieron tierras, educación y sus vidas por las políticas racistas de Estados Unidos
EAGAN, Minn. — En su infancia en una cabaña rodeada de bosques de pinos y campos de tabaco, en el este de Carolina del Norte, sus padres aparceros le enseñaron a Angela Harrelson, tía de George Floyd, cómo llevarse bien en un Estados Unidos que parecía iniciar una lenta desegregación: sentarse en la parte trasera del autobús, hacer lo que los blancos decían, y “ser fuerte y aguantar”.
Eso es lo que hacía cuando subía al autobús escolar local, en la década de 1970, y los estudiantes blancos bloqueaban los asientos con los pies, obligándola a viajar de pie en el pasillo. El conductor, también blanco, cambiaba de dirección con fuerza y amenazaba con abofetear a los estudiantes negros si se caían. Algunos días, el autobús ni siquiera pasaba a recogerla.
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“Pero aguantábamos”, expresó Harrelson esta semana, sentada a la mesa de su cocina, en un suburbio de Minneapolis.
El abuso sólo cesó, dijo, cuando una niña blanca subió al autobús un día y declaró: “Mi mamá dice que esto está mal. Dejen de molestarlos”.
“Ella fue valiente porque se enfrentó a los suyos”, recordó Harrelson, ahora de 58 años. “Se necesita de una persona para que algo cambie, para denunciar”.
Eso es lo que ahora ve que sucede en todo el país y el mundo, a medida que las protestas por la muerte de su sobrino a manos de la policía se extienden. La tragedia agitó recuerdos del legado de segregación, desprecios y prejuicios punzantes que su familia ha soportado.
La mujer espera que los cuatro policías acusados en el caso, incluido el ex oficial Derek Chauvin, de 44 años, acusado de asesinato, se enfrenten a la justicia de un gobierno que ha permitido que los blancos discriminen a los afroamericanos por generaciones.
Floyd -a quien la familia llamaba por su segundo nombre, Perry- se mudó a Minneapolis hace tres años para estar más cerca de Harrelson y construir una nueva vida. A sus 46 años y como padre soltero de tres hijos, quería escapar del vecindario de bajos ingresos de Houston donde había crecido.
Harrelson le había prometido a su madre que ella lo cuidaría. “Vivían en un ambiente difícil, pero él dijo que iba a comenzar de nuevo, y ella estaba feliz”, recordó Harrelson.
Floyd aceptó un trabajo como portero de club y era empleado de venta minorista; se comprometió y, aunque medía 6 pies y 7 pulgadas de alto, todavía tenía que madurar.
Un año después de su llegada, la madre de Floyd murió y Harrelson se sintió aún más responsable por él. Se habían visto un par de veces pero hacían llamadas por FaceTime a menudo. Tal como sus padres habían hecho con ella, le advirtió a su sobrino sobre cómo tratar con el sistema blanco, específicamente con la policía. Ella lo aconsejaba por propia experiencia.
Su bisabuelo, Hillary Thomas Stewart, era un esclavo. Obtuvo su libertad a los ocho años de edad y se estableció cerca de Goldsboro, Carolina del Norte. A los 21 años, Stewart había acumulado 500 acres de tierra y se había casado con una mujer llamada Larcenia, que le daría 22 hijos.
En fotos familiares en blanco y negro, Stewart posa con su mujer frente a un armario lleno de porcelana y vajilla, ataviado con una camisa de vestir y tirantes. “Hizo lo mejor que pudo para construir un legado para nosotros”, expresó Harrelson.
Pero la pareja no sabía leer ni escribir. Granjeros blancos se establecieron en sus tierras; y ellos no podían defenderse.
“Se las robaron”, remarcó Harrelson.
Su abuela, Sophell Suggs, limpiaba casas de las familias blancas durante la segregación. Le contaba a Harrelson historias sobre cómo tenía que entrar por la puerta trasera; cómo las mujeres no le daban guantes, ni siquiera para lavar sus toallas menstruales sucias. Uno de los primeros recuerdos de Harrelson es pasar al lado de una fuente de agua potable etiquetada como “sólo para blancos”.
Su madre, Laura Stewart Jones, trabajaba en los campos de tabaco por $2.50 al día. A veces los granjeros blancos se negaban a pagarle. Su padre, que sirvió en el ejército de EE.UU en Corea y laboraba además en un establecimiento que vendía barbacoa, se enojaba cuando lo engañaban, y ellos tenían que mudarse a otra cabaña sin servicio de tuberías en el interior.
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Jones había quedado embarazada a los 13 años, del primero de sus 14 hijos, pero aprendió por sus propios medios a leer, escribir y a tocar el piano. Harrelson fue la más chica de sus 10 hijas, todas ellas graduadas de la preparatoria.
Pero Harrelson tenía planes más grandes. Trabajó en los campos de tabaco durante la preparatoria, se convirtió en animadora principal y ganó un concurso de belleza local. Después de graduarse, se marchó de allí para asistir a la universidad comunitaria en Iowa, donde deseaba convertirse en abogada. Se alistó en las reservas del Ejército y luego en las de la Marina para pagar sus estudios.
Un día, un profesor la llamó a su oficina. Ella no podía ser abogada, le dijo; ni siquiera podría tomar clases de derecho. Él no iba a enseñarle porque ella era negra. Harrelson decidió estudiar psicología y luego convertirse en enfermera matriculada y oficial de la Reserva de la Fuerza Aérea. Las autoridades le dijeron que no podría. Ella los ignoró.
Para 1998, había recibido su cargo de capitana en las reservas, se casó con un auxiliar de vuelo y estaba buscando trabajo cuando un posible empleador la instó a mudarse a Minneapolis.
Había mucho trabajo para las enfermeras, y tan alta y bonita como era, modelaba en su tiempo libre.
Poco después de establecerse en Eagan, un suburbio del interior donde el racismo a menudo quedaba oculto en la “amable Minnesota”, Harrelson fue a arreglarse el cabello en el salón de J.C. Penney en un centro comercial.
Tenían productos para lavar y acondicionar el cabello negro, pero su única estilista negra no estaba allí por el día, y la peluquera blanca se negaba a atenderla.
Harrelson se sentó en la silla del salón. “Yo era como Rosa Parks”, relató, riendo. “Dije: ‘No me voy a levantar de esta silla. No estoy tratando de hacer una declaración, simplemente no quiero conducir al norte de Minneapolis’”.
La estilista blanca llamó a su compañera de trabajo negra, quien le explicó los procedimientos. Después, la mujer blanca le dijo que estaba nerviosa porque nunca había peinado el cabello negro. “No estabas cómoda porque soy negra”, le respondió Harrelson. “Digamos las cosas como son”.
La mujer lo reconoció.
Harrelson aprendió a evitar entrar en el ascensor de su complejo de apartamentos a altas horas de la noche si una mujer blanca ya está en él, porque inevitablemente se asustará o se aferrará a su bolso con miedo. Si la policía la detiene, responde a las órdenes de los oficiales en cámara ultralenta, anticipando cada movimiento.
Después de que la policía interceptó a su sobrino, la semana pasada, vio el video del agente que lo había detenido y deseó haber estado allí para hacerlo a un lado y despejar las vías respiratorias de Floyd, para que nunca hubiera tenido que pronunciar las que serían sus últimas palabras: “No puedo respirar”. “Él solo pudo pelear con palabras. Estaba luchando por su vida con palabras, y nadie lo escuchaba”, reflexionó.
La mujer está fastidiada por los retrasos de los fiscales, por una autopsia que inicialmente no calificó la muerte como homicidio -hasta que el defensor de la familia dio a conocer los resultados de una autopsia independiente, esta semana-. “Si no contáramos con un abogado, si no tuviéramos una segunda autopsia, ¿qué habría pasado?”, expuso.
Harrelson consideró abandonar Minneapolis, pero planea quedarse hasta que se resuelvan los casos contra los oficiales acusados de matar a su sobrino.
Ya hubo un memorial para él en Minneapolis y su funeral será en Houston el próximo martes. Le preocupa que los supremacistas blancos acudan a los eventos, pero dijo: “Quiero hacer esto”.
“Ese es un gran comienzo, porque no se puede hacer algo si no se le reconoce primero”, añadió Harrelson. “Algunos dicen que sacamos a relucir la carta del racismo; eso sucedió hace 400 años. Pero el racismo es sistemático”.
Antes de la muerte de su sobrino, sentía que la gente no quería hablar de racismo, ni siquiera en ciudades progresistas como Minneapolis. Ahora, la alienta que haya una conversación al respecto en todo el país.
“Lo que le sucedió a George cambió el corazón de las personas”, afirmó. Los hizo hablar del historial no sólo de brutalidad policial, sino también de las desigualdades en educación, empleo y vivienda que su familia ha enfrentado.
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