Desplazamiento masivo de personas ilustra el miedo en un estado disputado por los cárteles
Tila es uno de los muchos pueblos del estado de Chiapas –fronterizo con Guatemala-- donde se combinan viejos conflictos sociales, dejación de las autoridades, corrupción política
Era de noche cuando los habitantes de una población del sureste mexicano comenzaron a escuchar disparos, luego el paso de camionetas y las voces de individuos que hablaban de qué casas había que quemar.
Pronto comenzaron a verse las llamas en distintos lugares de Tila, un pueblo de Chiapas conocido por sus peregrinaciones religiosas que tiene unos 10.000 habitantes, calles empinadas y está rodeado de montañas. Fueron cinco horas de balacera, seguidas de tres días de encierro sin que ninguna autoridad apareciera.
La única información les llegaba por redes, llenas de mensajes amenazantes de origen incierto.
Cuando llegó el ejército, los militares custodiaron la salida del pueblo de unas 4.000 personas. Fue uno de los mayores desplazamientos internos del sur de México desde los años 90 y el más reciente ejemplo del miedo que reina en los estados mexicanos disputados por los cárteles y de los desafíos de seguridad que le esperan a la futura presidenta Claudia Sheinbaum.
“Tenemos a nuestros gobernantes que no quieren hacer nada”, lamentaba Leonel Jiménez, un maestro de 29 años que pasó las 72 horas escondido en su casa con su madre y su hermano de 12 años, llamando repetidas veces al 911, el teléfono de emergencias, donde una voz sólo le repetía que ya estaban atendiendo el caso.
A tres semanas del suceso, Jiménez seguía en uno de los campamentos instalado por las autoridades para atender a los desplazados sin saber qué hacer.
Tila es uno de los muchos pueblos del estado de Chiapas –fronterizo con Guatemala-- donde se combinan viejos conflictos sociales, dejación de las autoridades, corrupción política, la presencia de actores locales armados desde hace décadas y la incipiente infiltración del crimen organizado.
El Cártel de Sinaloa y el de Jalisco Nueva Generación, que mantienen una sangrienta batalla en muchos puntos de México, hace más de un año que luchan también en Chiapas, sobre todo en la zona fronteriza con Guatemala, para controlar las rutas del tráfico de migrantes, drogas y armas.
Organizaciones civiles que trabajan en la zona apuntan a que los grandes cárteles pueden estar aprovechando las divisiones en Tila para empezar a incursionar en este territorio que conecta Chiapas con el Golfo de México, la ruta más corta hacia Estados Unidos.
Otros actores, como el párroco de la localidad, también ven posible que los grupos armados locales hayan pedido ayuda a las organizaciones criminales para expulsar a sus contrarios. O que se estén utilizando los nombres de los cárteles para generar pánico y controlar a la población como ha pasado en otros lugares del país.
En Tila, la mayoría de puertas y ventanas siguen todavía con candados. Decenas de militares y policías vigilan cada entrada y el centro, mientras algunos de los que se fueron aprovechan su presencia para entrar a sus casas o negocios, cargar sus vehículos con todo lo que tengan de valor —a veces hasta pollos o conejos— e irse de nuevo.
“Hay que salir porque no hay vida”, decía entre lágrimas Rafael Gutiérrez, mientras vaciaba su hogar. “No podemos vivir en la zozobra”, agregó el hombre que se dedicaba a anunciar publicidad con un altavoz instalado en su viejo Volkswagen.
Hay personas que empiezan a regresar a las casas aunque, según explicó Jiménez, el maestro, el asesinato este fin de semana de un miembro de una familia desplazada generó de nuevo miedo e incertidumbre.
Desde hace más de seis décadas, Tila está dividida entre los ejidatarios, propietarios indígenas de las tierras comunales que reivindican la zona urbana como parte de su territorio porque les fue asignada en la última reforma agraria, y los conocidos como “pobladores”, los poseedores de títulos de propiedad en ese área urbana a través de acuerdos de compraventa.
Los ejidatarios apoyaron el levantamiento armado zapatista de 1994 en demanda de más derechos para los indígenas mientras que algunos pobladores se vincularon a grupos paramilitares que, después de la breve guerra de ese año, fueron usados para controlar a una guerrilla que nunca entregó las armas, aunque está inactiva.
Desde entonces, los muertos y las denuncias de abusos, sobre todo contra campesinos, no han parado de gotear.
En 2015, la situación se complicó cuando los ejidatarios —cuya reivindicación territorial ha llegado hasta la Suprema Corte— expulsaron a las autoridades formales del ayuntamiento e impusieron a toda la población su forma comunal de autogobierno.
El Estado mexicano garantiza ese derecho a los pueblos originarios, pero es rechazado por gran parte de los vecinos de la zona urbana de Tila porque implica, por ejemplo, no poder votar en las elecciones mexicanas, que los ejidatarios controlen las entradas y salidas del pueblo o que no haya policía oficial, sólo la indígena.
La semana pasada, los ejidatarios se reunieron en asamblea para discutir la situación actual y hablaron con The Associated Press a condición de no publicar sus nombres.
Para la mayoría de desplazados, ellos son los ejecutores de todo el terror y quienes se aliaron presuntamente con los narcos. Les llaman “Los Autónomos”.
Los campesinos dicen lo contrario, que los criminales son los miembros de un grupo llamado “Karma” que quiere suprimir su autogobierno porque está apoyado por pobladores. Afirman que este grupo recibe ayuda de autoridades de todos los niveles de gobierno y del cártel de Sinaloa.
Los ejidatarios reconocieron que sí quemaron algunas casas, pero aseguran que no fue un acto indiscriminado, sino selectivo contra miembros de Karma, que —aseguran— atacaron a una patrulla de la policía indígena el 4 de junio.
“Sí hubo balazos porque no había más opción”, afirmó uno de los ejidatarios. “Nosotros, los legítimos originarios de Tila hicimos una expulsión, que se vayan esos asesinos”. Ellos niegan tener contacto con grupos de la delincuencia organizada o con el Cártel de Jalisco.
El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, ha minimizado el problema al considerarlo un enfrentamiento entre “el mismo pueblo”. En mayo, en una visita por Chiapas, habitantes de Tila salieron a su encuentro y le pidieron ayuda al advertir que la situación estaba a punto de estallar y la droga estaba llegando a su pueblo.
Ese mismo mes, pero en otro punto del estado, unos encapuchados abordaron a la entonces candidata presidencial Sheinbaum, que hacía campaña en Chiapas, para denunciar que el gobierno no hacía nada contra la inseguridad.
En Tila, al igual que en el estado, gobierna el Partido Verde, aliado del oficialismo y el actual alcalde — una de las personas con más poder en la ciudad y que ha gobernado en varias administraciones— ha sido objeto de denuncias de corrupción y abusos.
Los choques entre ejidatarios y pobladores se incrementaron en los últimos años y desde octubre, coincidiendo con algunos asesinatos, hay vecinos que empezaron a ver armas de mayor calibre, explicó Alejandro Ornelas, párroco del Santuario del Señor de Tila, la iglesia situada en el centro del pueblo y que parece presidir desde lo alto a toda la población.
Desde entonces, “disparan en todos los lugares, las clases (en la escuela) son irregulares, vienen y salen en motos, y no sabemos ni quiénes son; no se identifican claramente”, coincide Elisabeth Vázquez, de 53 años, que tiene una tienda de abarrotes frente a la iglesia y decidió no huir de su pueblo.
El sacerdote cree que el crimen organizado “se ha metido en los dos grupos” locales enfrentados posiblemente porque estos están interesados en conseguir armas.
La Red Nacional de Organismos Civiles de Derechos Humanos dijo en un comunicado que hay indicios de que esas organizaciones han comenzado a disputarse el control de las economías legales e ilegales y de las vías de comunicación.
Muchos de los desplazados aseguraron que habían comenzado las extorsiones en el pueblo pero ningún comerciante de la treintena de personas entrevistadas por la AP dijo haber tenido que pagar. Dos de ellos sí dijeron haber recibido recientemente llamadas intimidantes. Carmela Pérez, dueña de una licorería, señaló que a ella le pidieron telefónicamente 30.000 pesos, más 1.500 dólares, justo el día de la balacera.
La violencia del 4 de junio hizo que muchos vecinos consideraran creíble todo lo que veían en redes y cundió el pánico.
Jiménez, el profesor, afirma que en los grupos de WhatsApp y en Facebook “amenazaban con violación a las mujeres y las niñas, el reclutamiento de todos los jóvenes”. Decían que todo Tila iba a arder y proliferaban audios en los que se amenazaba con usar “puro calibre 50” o se anunciaba la llegada del Cártel de Jalisco.
Todo era atribuido a “Los Autónomos”, el grupo armado apoyado por los ejidatarios, quienes aseguran que todos esos mensajes procedían de sus enemigos.
También se hizo viral la foto de una familia masacrada. Al entrevistar a los desplazados en los albergues aumentaban los detalles de las supuestas torturas sufridas por esa familia: sacarles el corazón, beber su sangre.
Las autoridades confirmaron dos muertos, un hombre y un menor hallados en uno de los lugares incendiados, y la quema de 17 casas y 21 vehículos.
Tres días después de la balacera, 500 militares llegaron para sacar a la población, que se sentía secuestrada. Fueron los que quitaron los árboles que bloqueaban la principal entrada de Tila. Detuvieron a seis ejidatarios.
“Cuando llegó el ejército nos dijeron que desalojáramos porque podía complicarse más, nos evacuaron”, asegura Eduardo Pérez, otro maestro de 51 años, con cinco hijos.
Miguel Ángel Lugo, un trabajador del instituto electoral, también se marchó: “Quedarse acá era irresponsable, no sabíamos qué iba a pasar, había amenazas de que todos los que se quedaran iban a ser violentados”.
Muchos lo hicieron pero siguieron sin apenas salir a la calle durante semanas.
Según el sacerdote Ornelas, huyeron más de 5.000 personas. Las autoridades hablaron de 4.000 y algunas ONG subieron el número hasta casi 7.000.
Las autoridades intentan que los desplazados regresen a sus casas y la Iglesia Católica media en el diálogo pero la mayoría se niega y pide una base permanente del ejército, algo a lo que los ejidatarios se oponen.
“Queremos que nos den garantías de seguridad”, decía Dora María Hernández, una ingeniera de 40 años, refugiada con su familia en la localidad cercana de Yajalón. “La niña pequeña está traumada, dice que ve en sueños gente armada’”.
“Yo no tengo dónde regresar”, asegura un vendedor de ropa y mecánico de motos que huyó con 14 familiares después de que su casa quedara totalmente calcinada. El hombre corpulento de 61 años pidió no se publicara su nombre por miedo.
Al ser preguntado directamente sobre si pertenecía al grupo Karma, respondió que él se llevaba bien con todo el mundo y agregó una frase perturbadora. “Si hubieran llegado los narcos no hubiera pasado esto, hubieran defendido el pueblo”.
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