La sazón de inmigrante guatemalteca en Los Ángeles convierte sus tamales en una sensación
Los Ángeles — “¿Tiene chuchitos?”, preguntó un cliente.
“Ya no hay papaíto, le dejaron saludos para mañana”, le respondió con un toque de humor la comerciante.
Eulalia Chávez Huinac llega con un cargamento de tamales guatemaltecos al vecindario Westlake, en Los Ángeles. Con el apoyo de una asistente atiende a un cliente tras otro. Las manos de estas dos mujeres siempre están ocupadas ante la alta demanda de consumidores que desfilan por este negocio de comida.
“Lo que vendemos aquí todos los días son tamales de arroz, masa, papa y chuchitos”, explicó Chávez, mientras recibía el pago de uno de los clientes. Al mismo tiempo, ofrece arroz con leche, arroz en chocolate, avena y atole de elote que ella prepara en casa. Pero también tiene sodas y botellas de agua.
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Esta comerciante llega a las 7 de la mañana. En cuestión de cuatro horas los termos y las hieleras quedan vacías. De aquí sale regularmente a la Central de Abastos, en donde compra más ingredientes. Su rutina comienza el día siguiente a las 3 de la madrugada, hora en que se levanta a cocinar.
“Nomás llegamos y ya nos están esperando. A veces hay fila esperando los tamales”, reconoció Virginia, la colaborada de Chávez, luego de servir un arroz en chocolate a un consumidor.
“Los tamales los quieren más para el desayuno. En la mañana se los llevan para su trabajo”, agregó.
Instalada en la acera, Chávez utiliza tres mesas y dos sombrillas. Los clientes llegan al ver la línea de comensales, otros son referidos por quienes han saboreado los tamales. Y es que ese sazón parece que causó sensación desde la primera vez que personas ajenas a su hogar saborearon sus platillos.
Eulalia, de 48 años, es originaria del municipio San Francisco La Unión, en el departamento de Quetzaltenango. Cuenta que siendo una niña, a eso de los 8 años, ayudaba a su padre en la agricultura. Ella sembraba y cortaba trigo, maíz, habas y papas, entre otros productos.
Al ver su habilidad para el trabajo, al poco tiempo sus progenitores la enviaron a vender los productos que cultivaban. Iba a los mercados y plazas. Ella es la tercera de 13 hermanos.
“Veíamos la necesidad”, admitió.
“Eso nos hizo venir para este país”, agregó Chávez, indicando que en casa de sus padres solo se habla K’iche’, un idioma maya que ella utiliza con algunos clientes.
Este banco de comida se fundó en 2015 y se atienden a 3 mil familias al mes con vegetales y frutas a bajo costo
En su tierra, debido a las obligaciones asignadas nunca cocinó. En 1994, al llegar a Los Ángeles a la edad de 21 años, trabajó en una fábrica de costura. Pero considera que nunca se sintió cómoda en esa labor, piensa que no era tan ágil. Al quedar embarazada de su primera hija su vida dio un giro.
Al principio, su esposo le llevaba piezas para que las cosiera en la casa, ambos laboraban en la fábrica. Luego se dedicó a cuidar niños y, en una de esas, decidió aprender a cocinar por su cuenta.
“Con un libro empecé a preparar mis experimentos”, confesó.
“Si hubiese existido el señor YouTube, hubiera aprendido más”, dijo entre risas.
Sin la supervisión de nadie, agarró ingredientes y elaboró diferentes platillos. No se imaginó, en ese momento, que su sazón sería objeto de admiración.
Allá por el 2000, recordó Joel Macario, esposo de Chávez, Eulalia le hizo comida a un hermano. Éste la llevó a la fábrica en la que laboraba y sus compañeros la disfrutaron.
“Trae más”, cuenta Macario que le dijeron a su cuñado.
“Ahí fue donde empezamos”, reconoció.
En su vecindario se corrió la voz. Por espacio de seis años le vendieron comida a los vecinos. Les ordenaban cenas y otros compraban comida para llevar al trabajo. Las entregas las realizaban entre las 6 y 9 de la noche. A diario llegaron a preparar hasta 280 órdenes de platillos.
“Era muy cansado, no podíamos ni salir, porque era un compromiso dar comida diaria”, dijo Macario.
La familia optó por cambiar la modalidad. Fue así como decidieron irse a la esquina de las calles 6th y Bonnie Brae, en el vecindario Westlake.
En ese momento, en esta esquina solamente había ventas de comida el fin de semana. Chávez y Macario fueron los pioneros ofreciendo sus productos a diario. Desde el 2007, cuando estos comerciantes llegaron, en esa zona se incrementó la presencia de negocios en diferentes horarios.
“No vengo a competir, no sé qué es la competencia. Solo digo que con el favor de Dios vengo y ya”, manifestó Chávez.
Esta comerciante vende los chuchitos a $2, los tamales a $2.50 y los atoles a $2.
En esta visita a su negocio, Omar Ramos degustaba una avena. En los últimos 10 años, este angelino hijo de padre mexicano y madre guatemalteca siempre que puede pasa por este lugar.
“Está rica, por la calidad que tiene, por eso la compra uno aquí, porque es más natural”, aseguró Ramos.
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En el 2020, a raíz de la pandemia, Chávez dejó de vender durante cuatro meses. En la medida que la gente ha recuperado sus empleos, ella también ha visto cómo va incrementando la demanda de sus productos.
“¿Qué tiene?”, preguntó un cliente durante la entrevista.
“Solo tamalitos de arroz, papa y masa”, respondió la comerciante.
Chávez y Macario tienen tres hijas. La mayor, de 22 años, recién se graduó de Biología y la meta es convertirse en pediatra. La segunda, de 18 años, acaba de ingresar a la California State University, Domínguez Hills. La tercera, de 16 años, está en la secundaria.
“Ellas ayudan a hacer el trabajo (de los tamales)”, indicó la guatemalteca, detallando que la hija mayor está aprendiendo a cocinar para preservar sus recetas.
“De aquí hemos sacado todos los gastos (de sus estudios)”, aseguró Chávez.
En medio de la entrevista, la comerciante guatemalteca nos invitó a degustar un tamal, el cual acompañamos con un arroz en leche que compramos en su negocio. Al terminar de comerlo, se le hizo saber a Chávez que el tamal estaba sabroso, además era evidente que tenía suficiente carne y vegetales.
“La gente me lo dice, por eso me motiva”, comentó la guatemalteca.
A juicio de la comerciante, el secreto para cautivar a sus clientes es que trata de utilizar la empatía. Dice que no vende algo que ella no se comería. Pero el mejor ingrediente es la forma en que los prepara, asegura.
“Saco un tamal, lo pruebo. Si me gusta, a la gente le va a gustar”, expresó.
“Yo le digo a la gente, este trabajo lo hago con amor”, aseguró Chávez.
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En este recorrido, justo cuando el reloj marcaba las 11:07 a.m., la pareja se disponía a desmontar los utensilios de trabajo. De repente, se detuvo un automóvil negro a un lado de esta venta de comida.
“¿Qué tiene?”, preguntó el conductor.
“Solo nos quedan tamales de papa, muchacho”, contestó Chávez.
A eso de las 11:15 a.m. las sombrillas habían desaparecido. Los termos y las hieleras eran colocadas una por una en una camioneta. Y los comerciantes se disponían a limpiar la acera antes de retirarse.
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