Una noche a fines de junio, Carla Walton encendió una vela donde un amigo de la infancia había sido asesinado a tiros el día anterior.
Walton no tenía la intención de quedarse mucho tiempo en la vigilia, en una acera en Long Beach. Debía levantarse temprano a la mañana siguiente para enterrar a otra amiga, una joven madre que había sido asesinada a tiros mientras esperaba en un semáforo en rojo en Compton.
Su tristeza por el derramamiento de sangre se había convertido en ira. Walton había llamado a su hija más temprano en el día “simplemente para despotricar; despotricar sobre la violencia armada”, recordó ella. “Había explotado”.
La violencia que rodeaba la vida de Walton no había terminado. Un hombre interrumpió a los dolientes en la vigilia y generó un enfrentamiento. Él y cuatro personas de la multitud sacaron armas y abrieron fuego. Dos balas alcanzaron a Walton, quien murió en un hospital más tarde esa misma noche.
En medio de la pandemia, de una compleja elección presidencial y una elevada agitación social por los abusos policiales a los negros, Los Ángeles sufrió otra crisis en 2020: los asesinatos y otros tipos de violencia grave aumentaron drásticamente. Los homicidios crecieron un 20% en el Condado, su nivel más alto en una década.
La semana en que murió Walton se destaca particularmente. Del 29 de junio al 5 de julio, 29 personas fallecieron en todo el condado de Los Ángeles, la semana más mortífera registrada desde 2008. Nueve de las víctimas de esa semana perecieron o fueron encontradas por la policía en el primer día; al menos dos individuos murieron cada día siguiente.
En un intento por comprender la violencia registrada este año, The Times examinó varias de las vidas que se perdieron esa semana y lo que éstas evidenciaban sobre lo que impulsó el derramamiento de sangre.
Las edades de las víctimas oscilan desde pequeños de cuatro años hasta adultos de 69. Fueron baleados, apuñalados, estrangulados, quemados y arrojados de un automóvil. Murieron en sus casas, sus autos, en la calle y en la cárcel. Un hombre fue asesinado a tiros en el exterior de un mercado, en un altercado por el uso de mascarillas. Dos niñas fueron asesinadas por su padre, quien luego apuntó el arma a sí mismo. Un vagabundo fue apuñalado por la espalda por un extraño. Un hombre de 21 años fue baleado 45 minutos después de salir de la cárcel.
Fueron asesinados en todo el Condado —en Long Beach, Lancaster, Hawaiian Gardens y Woodland Hills— pero con mayor frecuencia en el sur de Los Ángeles. Trece de las 29 víctimas de la semana perecieron en los vecindarios de Westmont, Vermont Square, Watts, Leimert Park, Hyde Park, Willowbrook y Florence.
Fue una serie lúgubre no muy distinta a las de años anteriores, menos sangrientos; la diferencia radicó simplemente en el volumen de asesinatos.
Las autoridades, los familiares de las víctimas, los trabajadores de intervención de pandillas y otros sintonizados con la escalada de violencia creen que la pandemia contribuyó al aumento de los asesinatos, pero no está claro el alcance de sus efectos. Los nervios están al límite; la gente se encuentra sin trabajo. Las instituciones que podrían haber frenado la violencia (escuelas, lugares de trabajo, centros comunitarios) están cerradas.
Andrea Welsing, quien dirige la Oficina de Prevención de la Violencia del Condado, reconoció que solo el tiempo y el análisis mostrarán cómo la pandemia influyó en el derramamiento de sangre del año, pero está claro que la crisis provocó más violencia a medida que la gente se desanimó y se vio privada de sus piedras angulares sociales. “Sé que hay muchos factores, pero existe una correlación con la falta de compromiso social, la pérdida del empleo, el aislamiento”, precisó. “Hay bastante más que entender sobre el impacto del COVID en la violencia”.
Su atacante lo estaba esperando
El derramamiento de sangre de la semana comenzó a la 1 a.m. del 29 de junio, después de que Edgar Pérez, de 32 años, se peleara con un hombre en un lavado de autos, en el este de Los Ángeles.
Pérez se marchó después de que estallara la disputa, pero su agresor lo estaba esperando en un callejón cercano, según un informe forense. El hombre atravesó su automóvil de repente, lo cual obligó a Pérez a detenerse. Disparó dos veces a través del parabrisas de Pérez, luego se acercó a la ventana y descargó dos tiros más.
Pérez fue una de las 24 personas muertas este año en un área del este de Los Ángeles patrullada por agentes del sheriff del condado. Los homicidios aumentaron en casi todas las 23 estaciones de patrulla del departamento, pero su puesto del este de Los Ángeles, que abarca terrenos del Condado no incorporados y las ciudades de Commerce, Cudahy y Maywood, experimentó el mayor incremento. Con nueve asesinatos el año pasado, la tasa de homicidios creció más del 250 por ciento.
A medida que avanzaba el primer día de la semana, los asesinatos se acumularon: un recluso fue apuñalado en su celda en la prisión federal en el centro de Los Ángeles. En una casa de Woodland Hills en llamas, los bomberos encontraron a un hombre desplomado contra la pared de un baño, con una docena de puñaladas en la cabeza, el cuello y la espalda. La novia del sujeto le dijo a la policía que lo había matado en defensa propia; fue acusada de asesinato posteriormente. Un cajero de 30 años recibió un disparo en la cabeza durante un robo en una gasolinera 76, en Lancaster.
A las 8:30 p.m., Lorenzo Hall Jr., de 27 años, estaba con amigos en el estacionamiento de un puesto de hamburguesas en la esquina de South Vermont Avenue y West 89th Street, cuando un automóvil se detuvo y un hombre emergió de éste. Llevaba una pistola. Hall salió corriendo, zigzagueando entre los autos en un intento por esquivar los disparos, según un informe forense. Fue baleado en el estómago y se derrumbó boca abajo en una maceta.
William Lay, de 31 años, también estaba en el puesto de hamburguesas. Dos horas después, conducía por West 106th Street cuando un automóvil se detuvo, bloqueándole el paso. Una persona parada en la acera disparó contra su Infiniti plateado y lo mató.
Marc Boisvert, un detective del sheriff que investiga el asesinato, cree que los dos incidentes están relacionados, pero no está seguro de cómo. “¿Cómo sabían que iba a conducir hacia el este por la calle 106?”, se preguntó el detective, desconcertado por los tiradores.
Los ataques tuvieron el sello de los tiroteos entre bandas. Los trabajadores de intervención de pandillas dijeron que la pandemia frustró sus actividades e interrumpió los ciclos de tiroteos de represalia que estallan entre grupos rivales. Antes de que el coronavirus los obligara a mantenerse alejados, los trabajadores de intervención podían visitar a una víctima herida en el hospital para saber qué pandilla había atacado a la persona y por qué. Ahora, las visitas a hospitales están prohibidas.
Kevin “Twin” Orange, un trabajador de intervenciones, generalmente visita a las familias de las víctimas en persona, para ofrecer consuelo pero también para calmar las tensiones y poner un freno en las reacciones espontáneas.
“Si una madre dice: ‘No quiero que alguien salga y lastime a otro en nombre de mi hijo’, eso puede detener [la reacción en cadena]”, comentó Orange. “Pero ahora no podemos hacer eso”.
Otros trabajadores de intervención están notando una sensación de desesperanza en las calles. Un miembro de una pandilla, quien quizá ya no espera vivir más allá de los 21 años, se ve agobiado por el virus, las pérdidas y el trauma que esta situación trae consigo.
“Hay hechos de pandillas por ansiedad, porque a la gente simplemente no le importa”, dijo Ben ‘Taco’ Owens. “Y los hacen a plena luz del día o al azar”.
Daniel Delgado, al parecer, fue atacado porque alguien lo confundió con un pandillero.
Delgado, de 19 años, llevaba a un amigo a casa después de una reunión del Cuatro de Julio cuando un auto comenzó a seguir su Honda Accord color granate, en Wilmington. Delgado salió de la Pacific Coast Highway para tratar de escapar, pero desde el automóvil alguien comenzó a disparar. Una bala atravesó su parabrisas trasero y le dio en la parte posterior de la cabeza, confirma el informe forense.
El oficial del LAPD que está investigando el caso, Jeffrey Tiffin, cree que Delgado fue atacado porque su vehículo se parecía al de un miembro de una pandilla rival.
El asesinato devastó a la unida familia de Delgado. Realizan una vigilia de oración el día cinco de cada mes y visitan su tumba en Ranchos Palos Verdes todos los días.
“Quien le hizo esto a mi hijo, no solo lo mató a él”, dijo Roberto Delgado. “Nos mató a todos”.
Vivía en la calle, pero llamaba a su mamá todas las semanas
Dentro del creciente número de homicidios, se destaca una tendencia inquietante: los asesinatos de personas sin hogar han aumentado. Este año, 64 individuos clasificados como desamparados murieron en la ciudad, en comparación con 41 el año pasado, un alza del 56%, según el Departamento de Policía de Los Ángeles.
Dentro de los límites de la Oficina Central del LAPD, que incluye el Skid Row del centro de la ciudad, el número de personas sin hogar asesinadas aumentó de 22 el año pasado a 39, según la agencia. El Departamento del Sheriff no rastrea los homicidios de desamparados.
Según el teniente Ryan Rabbett, que supervisa la Oficina Central, la mayoría de los asesinatos de personas sin hogar en su zona se originaron a partir de disputas sobre narcóticos, propiedad, una relación tensa o cualquier otro tema crítico. “Es una sociedad dentro de una sociedad”, comentó Rabbett. “Podrían ser un montón de cosas diferentes”.
En las primeras horas del 2 de julio, Brian Stieber, de 51 años, caminaba por una plataforma de la Línea Azul del Metro en el centro de Los Ángeles cuando fue apuñalado por la espalda con un cuchillo de carnicero. Rabbett señaló que el ataque no fue provocado y que Stieber no conocía a su presunto agresor, quien ha sido acusado de asesinato.
Tanto Stieber como el sospechoso no tenían hogar, agregó el teniente. La familia de Stieber quedó conmocionada por el crimen. “Pensar que fue apuñalado brutalmente por la espalda; ni siquiera tuvo la oportunidad de defenderse”, afirmó la sobrina de la víctima, Erica Strunk.
La mujer notó un cambio en la personalidad de su tío después de que el hombre, nativo de Filadelfia, se lastimara la cabeza en un accidente laboral. Más adelante fue diagnosticado con esquizofrenia y no quería quedarse en un mismo lugar por mucho tiempo, relató Strunk. Así, aterrizó en Los Ángeles hace dos años, atraído por el clima, pero de igual manera llamaba a su madre, Joan Boharsik, una vez a la semana para ponerse al día. “Esto me arrancó un pedazo del corazón”, expresó Boharsik.
Acabó con su vida y con la del hermano que había ‘heredado’
En un año marcado por el aislamiento y el corte de los lazos sociales debido a la pandemia, las muertes de Jay y Jon Osborne se destacan.
Jay, un viudo de 67 años sin hijos, había perdido su trabajo como guardia de seguridad en marzo después de que un conductor ebrio se estrellara contra su camioneta y lo dejara en el hospital durante semanas, relató su primo, Harold Seymour.
Jon, de 65 años, había sido diagnosticado con un trastorno del espectro autista, según Seymour y un informe forense. Nueve años antes, después de la muerte de su madre, se había mudado al modesto condominio de dos habitaciones de su hermano en Hawaiian Gardens. Jay siempre estuvo resentido por haber “heredado” a su hermano, que no trabajaba y acumulaba compulsivamente CDs, DVDs y linternas sin abrir, relató Seymour.
Jay tenía dificultades para encontrar un nuevo trabajo durante la pandemia. Un día le pidió a un vecino que le ayudara a buscar empleo en internet, “ya que había olvidado cómo usar las computadoras”, según un informe forense.
No fue la necesidad de dinero lo que lo llevaba a buscar trabajo, comentó Seymour. Más que dinero, necesitaba salir de casa y pasar tiempo lejos de su hermano.
Mientras el virus cerraba negocios y mantenía a la gente en el interior, él no tenía a dónde ir. “Estaban atrapados bajo el mismo techo”, añadió Seymour.
Un agente encontró los cuerpos el 29 de junio. Jay estaba tirado en el suelo de su habitación, con una Magnum .357 recortada en la mano. Antes de quitarse la vida, había tirado a la basura los casquillos de las tres balas que había disparado en la cabeza de su hermano.
Los investigadores se enteraron de que, días antes, Jay había dimitido como presidente de su asociación de propietarios local mediante un correo electrónico dirigido a los otros miembros. Había garabateado instrucciones en un mapa de la casa mortuoria Rose Hills. Su hermano “tiene un lugar junto a sus padres, un poco más adelante”. Él tenía un lote junto a su esposa, en Forest Lawn, “pero no debo ser enterrado allí, soy una vergüenza para ella ante Dios; la gente falla”. “Ya no puedo recordar”, escribió. “No tengo recursos para ayudar a mi hermano Jon”.
Recordar a su mamá por cómo vivió
Faneka Williams detesta que su madre, en la última noche con vida, estuviera enfurecida.
Carla Walton, de 48 años, no era de esas personas que viven enojadas, relató su hija. Era una conductora de autobús que se hacía amiga de los pasajeros, a quienes condujo por Compton y Wilmington durante dos décadas, siempre vistiendo su característico chaleco de seguridad rosa. Ella adoraba a su nieto de 11 años. Era conocida en Long Beach, el único lugar en el que había vivido, por los budines de plátano y las tartas de melocotón que les daba a las personas sin hogar durante las fiestas, relató Williams.
Pero los asesinatos de dos amigos, en rápida sucesión, le habían pasado una factura.
El 14 de junio, Shaylaah Brown, amiga de la hija de Walton, se detuvo en un semáforo en rojo en Compton cuando un hombre armado paró al lado en una bicicleta motorizada y abrió fuego. Brown, de 26 años, recibió un disparo en la cabeza. Su hija de dos años, en el asiento trasero, resultó ilesa.
El 28 de junio, Archie Harris, a quien Walton conocía desde la infancia, recibió un disparo en la cabeza cuando salía de una fiesta para ir a una licorería cercana.
La noche siguiente, una multitud de unas 60 personas se reunió en la acera donde Harris había sido asesinado, en el norte de Long Beach. Walton planeaba encender solo una vela e irse, relató su hija; el funeral de Brown era a la mañana siguiente.
Pero un hombre salió de un edificio cercano y comenzó a acosar a los dolientes, relata un informe forense. Cuando alguien en la multitud rompió la ventana del apartamento del sujeto, éste volvió a salir, pero esta vez con un arma. Cuatro personas de la multitud también sacaron las suyas. Los detectives recogieron 45 casquillos de bala de la escena. Atrapada en el fuego cruzado, Walton fue baleada y se derrumbó en la acera, a pocos metros de donde su amigo había sido asesinado.
Williams corrió al lugar y se acercó lo más que pudo a su madre. Como es enfermera, quiso desesperadamente ayudar, pero la policía la detuvo. En el caos, madre e hija se miraron a unos pocos metros de distancia. “Ella le dijo: ‘No estoy bien. No puedo respirar’”, recordó Williams. “Lo dijo con tanta certeza”.
La policía de Long Beach no realizó arrestos por el asesinato.
Williams ve la vida de manera diferente ahora. Atrás quedó la creencia de que la violencia solo encuentra a los violentos. “Uno piensa: ‘Vivo en una ciudad con violencia de pandillas, pero no soy miembro de una, así que estaré bien’”, dijo. “Y eso no es verdad”.
Iris Lee, periodista de datos de The Times, contribuyó con este artículo.
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