¿Qué nos dan las mascotas? nuestras cosas mordisqueadas y un amor sanador - Los Angeles Times
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¿Qué nos dan las mascotas? nuestras cosas mordisqueadas y un amor sanador

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¿Qué es ese ruido de algo estrellándose? Esa era una lámpara antigua que había pertenecido a mis padres. Y Bea, mi bella y caprichosa siamés, acababa de tirarla al suelo.

Quería estrangularla, pero después de ver la mirada en su cara, quise cargarla, arrullarla y decirle que no se preocupara.

Porque en la competencia de cosas contra mascotas, no hay competencia. Las mascotas siempre ganan.

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Basta con mirar a los alrededores del sur de California para ver la omniprescencia de los animales, sin importar su jerarquía en nuestra cultura: los perros ahora parecen estar en todos esos lugares donde su presencia era impensable hace tan sólo unos años, el café de gatos que te permite acurrucarte junto a ellos con tu café, la ropa y los accesorios con los que ahora los gatos van vestidos, haciendo que sus dueños se vean desaliñados en comparación.

Si bien es cierto que tener una mascota es como vivir con una criatura que tiene 2 años de edad permanentemente, también es cierto que una vez que le das la bienvenida a una mascota, tienes un nuevo compañero que te promete amor incondicional y es capaz de dar un enorme afecto, además de tratar, si no es que de curar, muchos de los males de la vida.

Siempre hemos solapado esos polos opuestos, según mis varias décadas de experiencia como dueña de mascotas.

Es parte del contrato que aceptamos cuando adoptamos o adquirimos un animal. En Estados Unidos, el 44% de los hogares tienen un perro y el 35% un gato, según la ASPCA (siglas en inglés para la Sociedad Estadounidense para la Prevención de la Crueldad hacia los Animales), citando a la Asociación Estadounidense de Productos para Mascotas.

Puedo prometer que el 100% de esos hogares ocasionalmente tienen algún problema con sus mascotas, algunas veces con la destrucción de cosas que usted ha comprado y que su mascota ha arruinado.

Pero son sólo cosas y las cosas no pueden recibirte en la puerta cuando llegas a casa, no pueden besar tu cara con una alegría sin límites, ni sentarse contigo cuando estás llorando por una de las crueldades de la vida.

Las cosas no pueden hacerte estallar de risa por conductas cómicas. No pueden mantenerte calientito por la noche (está bien, tal vez una manta pueda, pero las mantas no ronronean). Y no te apoyan cuando te sientes como si el resto del mundo creyera que eres menos que una serpiente arrastrada.

Una de las grandes verdades de la vida es que lo contrario del amor no es el odio sino la indiferencia, que es mucho peor. He conocido animales que no amaba y que no me amaban, pero ninguno que no tuviera una opinión sobre mí, ni yo sobre ellos. La indiferencia es una falta de posibilidades.

Incluso con un mono que tuve en mi infancia.

Encontramos el mono en un árbol, y no, no lo estoy inventando. Vivíamos en un lugar donde encontrar un mono en un árbol no era algo inesperado, a diferencia de un hombre que se convirtió en presidente y que estudió para obtener su título de abogado mientras estaba en prisión por matar al oponente político de su padre. (El lugar era Filipinas, donde todo podía pasar, incluyendo a Ferdinand Marcos).

Queríamos quedarnos con él, pero ese mono se ganó rápidamente el título de la peor mascota de todas. Si le dabamos de comer papaya para el almuerzo, se comía un poco, machacaba otro poco y se la frotaba en el pelo, y el resto nos lo arrojaba, algunas veces peor que esto.

Este hábito le ayudó a ganarse un viaje a la estancia de los guardias de seguridad donde permaneció hasta que sus dueños originales lo reclamaron, los muy bobos.

El resto de mis mascotas se ha integrado completamente, por lo general son miembros de la familia que funcionan plenamente. Siempre me sorprenden las encuestas, normalmente del veterinario que pregunta: “¿Piensas en tu mascota como en un miembro de tu familia?”

Siempre digo que no, porque son mucho, mucho mejores que algunos de los miembros de mi familia, y nunca se me ocurriría insultar a mi mascota de esa manera.

Especialmente cuando se trataba de Beatriz, una siamesa con la punta de la nariz rosada.

Cuando nos casamos (mi esposo y yo, no Beatriz y yo), él no era una persona de gatos, caso desafortunado porque los gatos (dos) superaban en número a los perros (uno). A mi esposo le encantaba el perro, que era muy dulce, pero no era un científico de cohetes.

“Sabes”, finalmente reconoció mi esposo, “esta perra no podría deletrear ‘gato’ si tuviera al frente la ‘g’ y la ‘t’”.

Pero Beatriz podía deletrear muchas cosas, en sentido figurado, incluyendo “enfermedad renal exacerbada por la presión arterial alta”.

Mi gata hizo de mi marido, Carl, su proyecto especial. Le enseñó que ninguna siesta por la tarde estaba completa sin un gato (preferiblemente ella) y que tener un gato cerca hacía menos doloroso los resultados de los partidos de los Dodgers (Esto fue cuando los gerentes Joe Torre y luego Don Mattingly no tuvieron mucho éxito). Y mi marido llegó a aceptar la idea de que un gato en la cama le proporcionaba un calor físico y psicológico que no conocía.

El médico de mi esposo vigilaba de cerca la presión arterial que los medicamentos a menudo no lograban controlar. Alrededor de 18 meses después de la conversión de Carl a la categoría de amante de los gatos, se sometió a un chequeo en el que su lectura fue normal.

Su médico le preguntó si había algo diferente en su vida. ¿Estaba tomando alguna medicación fuera de lo recetado? ¿Estaba practicando la meditación? ¿Se había tomado unas vacaciones?

No, dijo él. Ahora soy propiedad de un gato.

Su médico, ahora muerto, por cierto, fue despectivo, pero la ciencia lo respalda: Investigadores de la Universidad Estatal de Nueva York en Buffalo encontraron que tener un gato o un perro redujo los niveles de estrés en personas que ya tomaban medicamentos para la hipertensión.

Incluso el animal más asombroso no puede evitar los estragos de la enfermedad renal, pero Beatriz nos dio un regalo que nadie más podría: con su amor atento e incesante, nos dio el regalo del tiempo, el suyo y, tal vez, el nuestro.

Cuando Carl estaba muriendo, pidió que sus cenizas se mezclaran con las de Beatriz cuando le llegara el momento y que fueran colocadas junto a nuestros dos rosales favoritos.

A poco más de un año de la muerte de mi esposo y tres meses después de la de Beatriz, Carl y Bea están juntos, como siempre lo estuvieron.

Las rosas enormes de esos arbustos me recuerdan casi a diario que el amor viene, tanto en dos patas como en cuatro, y que a veces, si tienes mucha, mucha suerte, como yo he tenido, en ambas.

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