De un autobús turístico de TMZ a un asiento en los Oscar: en busca de la cultura de la fama de Los Ángeles
“¿Sabes lo que quiere hacer?”, suelta con amargura la tía Mattie a la aspirante Esther Blodgett (Janet Gaynor) en la película de 1937 “A Star Is Born”, de William A. Wellman. “Ella quiere ir a Hollywood”.
Frente al Teatro Dolby durante los recientes premios Oscar, entregados el pasado domingo, es fácil pensar en Hollywood como un lugar físico, construido de ladrillos y cemento. Está el teatro, vestido con una alfombra roja y millas de cuentas de oro. Están las multitudes que aúllan en las gradas, frente a un cúmulo de cámaras. Y está Salma Hayek en su tintineante vestido color lavanda, deslizándose como una cariátide en Technicolor.
A mitad de semana, todos los rastros de los Oscar desaparecerán. Hollywood Boulevard se reabrirá para los turistas y músicos callejeros, y el acceso más cercano que la mayoría de nosotros tendrá a las estrellas será recorrer las que están incrustadas en el pavimento.
Hollywood, finalmente, es un concepto esquivo.
Y, por ‘Hollywood’ no nos referimos al vecindario de Los Ángeles, de aproximadamente 78,000 residentes, sino a “Hollywood”, la idea. Hollywood es el sustituto de las ambiciones de la fama. Hollywood, “ese seductor El Dorado… Una metrópolis de fantasía”, en palabras de la película de Wellman. Hollywood, ese lugar que los resentidos, como la tía Mattie, pronuncian con disgusto.
Las cualidades elusivas de la fama, sin embargo, no impiden que casi 50 millones de turistas al año intenten visitarlo cuando aterrizan en Los Ángeles.
Pero, ¿cómo visitar un sitio que es una idea? ¿Cómo tocar la fama, grabarla? ¿Y cómo explicar a los turistas que ‘Hollywood’ no es un despliegue cinematográfico de estudios y cafés al aire libre rebosantes de estrellas de cine, sino una calle turística con hombres poco musculosos, vestidos con trajes de Superman demasiado holgados?
Los Ángeles no es ‘Hollywood’ (de acuerdo con la Corporación de Desarrollo Económico del Condado de L.A., solo uno de 48 angelinos trabaja en la industria del entretenimiento). Pero, para aquellos que desean estar en contacto con celebridades, la ciudad ofrece esa ilusión de acceso. Durante la mayor parte de una semana, me uní a los buscadores: visité sitios de películas famosas, que culminan en el momento más célebre de todos, los Premios de la Academia.
Para entrar en ese estado de ánimo, incluso realicé una visita guiada de TMZ, llamada Celebrity Tour. “¡Se entretendrán por dos horas y verán algunas celebridades!”, dice el joven que lidera a nuestro grupo hacia una camioneta con una placa que reza ‘TMZ 1’. “Bueno, tal vez”, agrega en voz baja, después de una pausa estratégica.
Comienzo mi comunión con el Paseo de la fama de Hollywood.
La fama puede ser efímera, pero no se puede tomar una foto de lo efímero; tampoco suena bien. Es por eso que hace casi seis décadas, la Cámara de Comercio de Hollywood glamourizó Hollywood Boulevard con estrellas de terrazo negro, impresas con los nombres de íconos del entretenimiento.
Los visitantes quizás no veían a Burt Lancaster en persona cuando venían a Los Ángeles, pero seguramente podían visitar su estrella (instalada en 1958, cerca de lo que una vez se conoció como el Grauman’s Chinese Theatre). Después, tal vez almorzarían y comprarían una miniestatuilla del Oscar.
Más de 2,600 estrellas pueblan ahora el Paseo de la Fama: Ozzy Osbourne, Carmen Miranda, Angela Bassett, Donald Trump (la estrella del presidente es vandalizada a menudo). Este jueves, Mark Hamill, el astro de “Star Wars”, se agregará a la alineación, en un lugar privilegiado: frente al Teatro El Capitán.
Hay algo mágico en visitar el Paseo de la Fama en una noche plagada de gente, que convoca los espíritus de las celebridades fallecidas y vivas al exclamar sus nombres: “¡Muhammad Ali!”, “¡Harrison Ford!”, “¡Oh, Antonio Banderas, lo amo!”.
Como escenario para la toma de imágenes, el Paseo de la Fama fue profético: logró alimentar el deseo por la imagen, medio siglo antes del advenimiento de Instagram. Es un vívido ejemplo de cómo el paisaje físico de Los Ángeles fue moldeado por el deseo de flirtear con la fama.
Un ejemplo más extremo es el centro comercial Hollywood & Highland, en esa misma calle. Modelado al estilo de la escena de Babylon, del emblemático film “Intolerance”, de Griffith (1916), el sitio es un escenario para la toma de fotos inspirado en un set real de cine.
Después de su debut, en 2001, el por entonces crítico de arquitectura de The Times, Nicolai Ouroussoff, lo describió como “una monstruosidad urbana gigantesca”. Ello le importa poco a los turistas que suben allí para tomar imágenes del letrero de Hollywood, que se observa a la distancia.
Una mujer me da su teléfono inteligente, gesticula hacia los elefantes inspirados en Griffith, y en un inglés titubeante dice: “Una foto, por favor”.
En “Los Angeles Plays Itself”, el documental de Thom Andersen sobre cómo se retrata a Los Ángeles en el cine, se señala que, en la ciudad, “un lugar puede convertirse en un hito histórico porque una vez fue una locación de película”.
Durante meses después del lanzamiento de “La La Land”, el Royal Pagoda Motel, en Chinatown, llevaba el letrero “La La Land Was Filmed Here” (Aquí se filmó “La La Land”), a pesar de que el sitio aparece solo por unos segundos en la pantalla. Una cuadra después, sobre Hill Street, se encuentra el restaurante Foo Chow, que todavía anuncia su aparición en “Rush Hour”, de 1998. “Un film taquillero de Jackie Chan, “Rush Hour”, fue rodado aquí”, dice un letrero desde la fachada gris del restaurante, justo por encima de un cartel publicitario de almuerzos a $4,50.
El Consejo de Turismo y Convenciones de Los Ángeles publica mapas de locaciones de películas en su sitio web, incluidos sitios de “The Fast & the Furious”, de 2001.
Pasé por la casa de Echo Park que sirve de hogar de Dominic Toretto, el personaje de Vin Diesen en dicho film, y por un mercado cercano que ambientó el café de Toretto en el largometraje.
Un hombre en un Toyota plateado se detiene frente al mercado (llamado Bob’s, en la vida real), pero no sale del vehículo. Está lloviendo; toma una foto y se marcha. Puede que no vea al famoso, pero puede caminar (o conducir) siguiendo sus pasos. Y ese es un deseo perfectamente canalizado por las compañías de excursiones especializadas en celebridades, como TMZ.
Durante nuestro paseo de dos horas de duración, en una tarde ventosa, el fotógrafo del Times Kent Nishimura y yo recorrimos sitios famosos y no tanto: el Hollywood Roosevelt Hotel, donde se celebraron los primeros Premios de la Academia (en 15 minutos), en 1929, y el In-N-Out en Sunset Boulevard, donde Paris Hilton fue atrapada por la policía por, presuntamente, conducir bajo los efectos del alcohol.
En este panteón de sitios importantes se incluyen peluquerías donde acuden los famosos, restaurantes de celebridades y una visita al letrero de la calle Beverly Hills donde Kanye West se golpeó la cabeza en 2013. Ese momento cobra vida gracias al video de TMZ, reproducido en repetición.
El joven sentado ante nosotros es de Memphis. Esta es su primera visita a L.A. Le pregunto qué lo inspiró a tomar esta excursión. “Bueno, esto es L.A.”, responde.
En su libro “The Frenzy of Renown: Fame and Its History” (El frenesí del renombre: la fama y su historia), el autor Leo Braudy señala que las formas en que se cultivó la fama se remontan a las culturas antiguas. Alejandro Magno estaba tan decidido a ser conocido en su vasto y conquistado imperio, que blasonaba su retrato en la moneda.
La estrella de “Little House on the Prairie” Alison Arngrim, que interpretó a Nellie Oleson, dirige su propia gira de celebridades de Hollywood con Dearly Departed. Conocido como el Nastie Nellie Oleson Tour (el paseo de la malvada Nellie Oleson), algunos fanáticos lo consideran como una peregrinación religiosa. “La gente se siente conectada con esa celebridad, con esa película o esa era; es algo muy importante”, sostiene Arngrim. “He visto gente que no para de llorar”.
Después de nuestra excursión TMZ, Nishimura y yo terminamos en Pink’s, famoso por sus perritos calientes, pero también por ser el sitio de un episodio de “Jackass” en el que Brad Pitt es secuestrado de la fila y encerrado en una furgoneta, ante el horror de los testigos (todo fue una ficción montada).
Pink’s nunca apareció en “La La Land”, pero vende un hot dog llamado como la película, cubierto con una montaña de guacamole, crema agria y tocino, que cuesta $8,95.
Sin duda, el pináculo del acceso a las celebridades son los Premios de la Academia. Pero ello también puede ser ilusorio. En la televisión, el evento de las llegadas a la alfombra roja parece asemejarse a los estrenos cinematográficos de antaño: los fanáticos aplauden mientras el famoso pasea por la alfombra roja hacia el interior del teatro. Pero los seguidores que ocupan las gradas, unos 700 de ellos, son elegidos por sorteo mucho antes del espectáculo.
Solo las estrellas logran caminar por la alfombra roja principal. Todos los demás ingresan por un carril lateral, donde un batallón de guardias de seguridad los insta a moverse rápidamente. Si uno no es una celebridad, acceder a los Oscar es como pasar por la línea de seguridad aeroportuaria más glamorosa del mundo, detectores de metales incluidos.
Desde allí, los flashes se disparan a medida que se suben los escalones del Dolby Theater. Excepto que no son flashes, sino luces estroboscópicas que imitan las luces de las cámaras.
Ya durante los galardones, cuando la estrella de “Black Panther”, Chadwick Boseman, sube al escenario, se le escucha decir: “Algunas personas construyen vallas para mantener a la gente fuera. Otras construyen vallas para incluir a las personas”, en referencia a las políticas antiinmigrantes del presidente Trump.
Es una referencia irónica, dado que los Oscar se llevan a cabo dentro de un cordón de seguridad que haría sonrojar al cruce de la frontera entre los EE.UU. y México: aquí hay barreras de cemento y policías. Los mirones casuales son mantenidos a distancia, en corrales estrechos, rodeados de cadenas.
Incluso dentro de la ceremonia, hay límites. Mi boleto me admite al sector mezzanine, donde me ubico junto con otros periodistas y profesionales de la industria. La zona de celebridades, a continuación, está protegida por un guardia y una cuerda de terciopelo.
Después de los premios, cuando las estrellas se trasladan a sus distintas fiestas, salgo del teatro y camino hacia el este, por Hollywood Boulevard, donde unas pocas docenas de fanáticos esperan divisar a algún famoso, desde su corral, con poco éxito.
En North Cherokee Avenue, finalmente trascendí las yardas de cadenas y deambulé hasta el carrito de hot dogs de Christy Hilario. El menú: un perrito con tocino y todos los condimentos.
Un hombre en sudadera se acerca y ofrece vendernos un par de zapatillas Nike Air Max por $30. “Es una ganga”, dice, al mostrar la bolsa de supermercado que contiene el par de zapatos. Hilario declina y responde que las ventas han sido lentas esa noche, debido a los Oscar.
¿Ha visto alguna celebridad?, le pregunto. “No”, confiesa, con una sonrisa. “Aquí, todo lo que veo es al Zorro y a un viejo Spider-Man”.
Traducción: Valeria Agis
Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí
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