Cuando la inocencia infantil y las pandillas convivían en las calles de Boyle Heights
En la década de 1980, mi mejor amigo de la infancia en Boyle Heights y yo hablábamos de las pandillas. Particularmente acerca de iniciar una.
La idea era absurda ya que, para mí, unirme a una pandilla era como si Potsie, de la serie “Happy Days”, hubiera conducido al sur de la frontera y se hubiera convertido en un asesino a sueldo para un cartel mexicano. No estaba en mi interior, ni tampoco la experiencia de vida hizo que este ratón de biblioteca terminara siendo un vato loco.
Pero había algo casi convencional acerca de las pandillas en la pasada generación. Iniciar algo que imitara débilmente a una de estas bandas -sin la comisión de delitos, ni los tiroteos ni los arrestos- no parecía algo tan loco. En esa época, los pandilleros no intentaban esconder lo que eran; se reunían en esquinas y pórticos, y mostraban su lealtad con tatuajes visiblemente dibujados en su piel.
Los pandilleros eran parte del paisaje, tanto como los arbustos finamente recubiertos por el smog a los costados de la autopista cercana.
Mi amigo Jesse recuerda que él, su tío y un par de otros chicos del barrio formaron un grupo llamado ‘Los Rebeldes’. “Nunca habría formado esa banda si hubiera habido una pandilla real cerca de nosotros”, afirmó. “Creo que era más bien una identidad de grupo… No duró mucho. Una vez supimos que había un club llamado ‘Los rebeldes de Rosemead’; queríamos ir allí y patearles el trasero”.
Pero, de hecho, sí había bandas reales en nuestro entorno. Simplemente no habían atravesado totalmente el centro de nuestro particular y pequeño barrio, en Pomeroy Avenue, a una cuadra del L.A. County-USC Medical Center. La banda residente más cercana que tuvimos en la década de 1980 fueron los ‘Lord Boys’; “unos monaguillos en comparación con algunos de los asesinos que deambulaban por otras calles y manzanas… Más allá de la pared”, recordó Jesse.
Detrás de esa ‘pared’ figurativa había una L.A. que calentaba motores para el derramamiento de sangre de comienzos de la década de 1990, cuando más de 2,000 personas murieron en el condado, mayormente por violencia de pandillas. Nuestro vecindario, el mismo que Jesse describió como “un pequeño oasis, o un puerto seguro” de las matanzas que ocurrían a nuestro alrededor cuando éramos niños, no se libró de esa escalada de sangre.
Allí estaba Beto, a quien llamaron desde la acera en Mark Street sólo para volarle la cabeza desde un auto estacionado. El chico cayó sobre el asfalto dando bocanadas profundas de aire, como un pez al que sacan del agua. También estaba Orlando, quien recibió un disparo fatal en la puerta de la tienda de licores en Marengo, a la vuelta de la otra esquina. Ambos eran aún muy jóvenes, tal como Jesse y yo, comenzando a indagar en la adultez.
Un narcotraficante llamado Hugo se había mudado allí y tenía vínculos con una pandilla llamada ‘Diamond Street’. Hugo tuvo una suerte de ‘efecto Flautista de Hamelín’ con algunos de los chicos de nuestro barrio. “Mi hermano y sus amigos querían meterse en problemas”, recordó Jesse. “Y algunos pagaron con sus vidas”.
En ese momento, la venta de crack en la calle no era terriblemente inusual en nuestro vecindario, al igual que ocurría en otros sitios. No era un gran secreto en la cuadra quién era el que vendía drogas.
Al otro lado de la estrecha calle donde estaba mi casa, una señora tenía una tienda en ruinas. Doña María quería a nuestro perro, un setter irlandés llamado Rocky. Ella me daba un cubo con sobras de comida -tortillas rancias, sopa sobrante y otras cuestiones- para él. Al mirar hacia atrás, caminar esos pocos pasos del otro lado de la calle con ese obsequio maloliente me molestaba más que la venta de drogas o el sonido de los disparos que resonaban en la noche, o las sirenas de los coches de policía y de las ambulancias que corrían de urgencia al hospital.
Ahora todavía hay pandillas y pandilleros, por supuesto, pero a simple vista parecería que las cifran han disminuido. Aquellos pandilleros que hacían señas abiertamente y que llevaban sus cabezas rapadas, sus tatuajes, sus zapatillas Nike Cortez y otros atuendos, como un uniforme, son mayormente cosa del pasado. En vecindarios como Boyle Heights y Watts las tasas de homicidios han declinado fuertemente desde las décadas de 1980 y 1990.
L.A. le dio al mundo su ‘rap de gángsters’ e inagotables películas de pandillas, como “Boyz n the Hood”, y endureció el alegre término ‘drive-by’ en el vocabulario de los estadounidenses. Hay toda una serie de razones por las cuales las pandillas han disminuido, pero una de las más simples puede ser que un pandillero ya no es visto como alguien cool por los niños, tal como ocurría antes. Es difícil imaginar a mi amigo Jesse, su tío y amigos, e incluso a mí, bromeando en esta época acerca de iniciar una pandilla.
Uno podría decir que los miembros de estos grupos simplemente no están tan a la vista como antes. Quien piense así y crea que eso no tiene importancia, se engaña a sí mismo. Tan sólo con recordar cómo era pasar por delante de ellos en la calle, en una esquina y por el frente de sus casas, comprenderá que esas cosas sí importan.
Cuando era niño y luego adolescente, todos pasábamos un rato en la calle. No importaba si eras bueno o malo. Jugábamos con las bicicletas o al fútbol en el medio de Pomeroy Avenue, sólo a pies de los muros garabateados por la pandilla ‘State Street’, con sede al este. Caminábamos por las vías detrás de nuestras casas hasta Hazard Park, como si fuéramos la versión mexicoamericana de la película “Stand by Me”.
Jesse se juntaba con otros chicos del vecindario para jugar al futbol americano en otros barrios, a veces contra chicos que estaban definitivamente involucrados en pandillas. A excepción de una vez, cuando se armó una pelea y todos los espectadores corrieron al campo de juego -algunos con armas- él siempre decía que los juegos eran pacíficos.
Mi madre aún vive en Pomeroy Avenue. Mi madre murió de cáncer en la pequeña casa de estuco en la cual crecimos, con el árbol de granada y los rosales, y los vagos contornos de un estanque para peces koi que mi pequeña hermana había construido antes de morir, a los 22 años, sólo a una cuadra de distancia, atropellada por un automóvil.
El vecindario es tranquilo, en muchos sentidos. La delincuencia ha caído en picada desde que yo era niño. Y hay menos gente en las calles, conversando unos con otros o jugando a las cartas. Es como si la fauna del barrio se hubiera quedado en silencio. Si un día viera a un grupo de niños jugando al fútbol en Pomeroy Avenue, pensaría ¿qué está ocurriendo aquí?. Y, en 2016, no estoy seguro si dejaría que mis hijos jueguen en la calle tal como mis hermanos y amigos lo hacíamos en los años 80.
Los asesinatos nunca se terminan del todo, pero uno puede imaginar que algunos de quienes murieron cuando Jesse y yo éramos muy chicos, quizás hoy no correrían esa suerte. Las décadas de 1980 y 1990 pudieron ser crueles, y muchas de las muertes ocurridas en esos años no estuvieron vinculadas con bandas: mi vecina de al lado, Cathy, se suicidó por la influencia de drogas; y el padre de un amigo asesinó al padre de otro muchacho, en la misma calle. Pero también había algo liberador acerca de ser un niño, jugar afuera y no estar encerrado en tu casa, sin hacer caso de las sombrías estadísticas porque eras tan joven que no sabías nada.
En cuanto a unirse a una pandilla -una real o una ingenua imitación- mi hermano mayor me habría ridiculizado por ello y mi madre me hubiera pulverizado.
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