SAN SALVADOR — Las pandillas MS-13 y Barrio 18 pelearon frente a la Iglesia Bautista Eben-ezer durante años. Los vecinos perdieron a sus hijos. El pastor Nelson Moz encabezó servicios religiosos entre el estruendo de los disparos.
Cuando un joven que acababa de salir de la cárcel se acercó a Moz en 2012, diciendo que había encontrado a Dios y quería dejar la pandilla, el pastor accedió a ayudarle. Moz puso un colchón en la oficina de su iglesia para que el nuevo miembro evangélico pudiera mantenerse alejado de la pandilla.
Pronto se corrió la voz y otras personas que querían abandonar su vida delictiva empezaron a acudir a la iglesia, situada en un barrio obrero de San Salvador. Los colchones se amontonaban en el suelo y acabaron siendo sustituidos por literas. Los hombres, cubiertos de tatuajes, hacían pasteles y pan de ajo en una panadería improvisada en el sótano de la iglesia. Recorrieron los barrios controlados por las pandillas predicando el Evangelio a través de megáfonos.
Veinticinco hombres solían vivir en la iglesia. Docenas más llegaban en busca de redención.
La primavera pasada, todo cesó bruscamente.
El presidente salvadoreño, Nayib Bukele, declaró la guerra a las pandillas y ordenó a los legisladores que aprobaran un estado de emergencia con lo cual algunos derechos constitucionales quedaban invalidados. La policía empezó a detener a cualquiera que pudiera estar relacionado con una pandilla, incluidos antiguos miembros de programas de rehabilitación como el de Moz.
La ofensiva de Bukele es un éxito entre sus compatriotas. Con más de 67.000 detenidos y un fuerte descenso de los homicidios, los salvadoreños dicen hoy sentirse mucho más seguros. Se presta poca atención a los pastores evangélicos que creen que los pandilleros pueden cambiar.
“Nada está pasando. Ninguno de ellos está saliendo libre”, dijo Moz de sus feligreses encarcelados, mientras caminaba junto a dos polvorientos hornos colocados contra una pared en el sótano de la iglesia de Eben-ezer.
Las pandillas que durante tanto tiempo han dominado la vida en El Salvador se formaron en Los Ángeles. La pandilla Barrio 18 y la Mara Salvatrucha, o MS-13, se trasplantaron a El Salvador en la década de 1990, cuando Estados Unidos deportó a miles de salvadoreños. Durante décadas controlaron barrios mediante la extorsión y la violencia.
El país contraatacó con detenciones masivas, pero las pandillas acabaron organizándose en las cárceles. El gobierno ayudó a negociar una tregua entre pandillas, pero dicha tregua se derrumbó, desatando una violencia que dejó a El Salvador con una de las tasas de homicidios más altas del mundo. En 2015, alcanzó más de 100 asesinatos por cada 100.000 habitantes. El gobierno etiquetó a las pandillas como grupos terroristas, pero los asesinatos continuaron.
A medida que las cárceles se llenaban y los pastores hacían proselitismo en su interior, algunos pandilleros empezaron a convertirse al evangelismo, un movimiento creciente en El Salvador que predicaba el poder del arrepentimiento.
Las pandillas a veces dejan salir a sus miembros de las maras si son sinceros en su conversión. El estilo de vida piadoso que fomentan las iglesias permitía a las pandillas vigilar fácilmente a sus antiguos miembros, afirma José Miguel Cruz, experto en pandillas de la Universidad Internacional de Florida.
“La pandilla sigue considerándote una amenaza, un riesgo, un competidor potencial”, afirma Cruz, quien encuestó a casi 1.200 pandilleros salvadoreños activos y expandilleros y descubrió que la adhesión a la vida religiosa es la forma más aceptada de abandonar una pandilla.
Cuando Moz empezó a alojar a antiguos miembros de pandillas en su iglesia, sus amigos le advirtieron de que podrían detenerle. Corrió el rumor de que era “un pastor para pandilleros”.
Varias familias abandonaron la congregación, incluida la propia madre de Moz. Otros se sintieron más seguros con los recién llegados al ver que vivían respetuosamente en la iglesia.
Moz exigió a los hombres que participaran en las actividades de la iglesia, esperaba que empezaran a quitarse los tatuajes y les prohibió comunicarse con sus antiguas pandillas.
Varios fueron asesinados cuando su pandilla consideró que no estaban comprometidos con su nueva vida, tal vez después de verlos borrachos en la calle, dijo.
“Lo sentimos mucho pero este no caminaba bien”, le decían los pandilleros.
Los ex miembros de la pandilla se quedaban en la iglesia de dos pisos unos meses o varios años, según Moz. Uno de ellos, Julio, terminó un curso de teología y trabajó en la tienda de la iglesia.
En los servicios dominicales, docenas de ex miembros de pandillas llenaban un lado de la gran sala. Los que trabajaban en la panadería iban en bicicleta por los barrios cercanos para vender su pan, llevando camisetas con el nombre de la iglesia.
Pero los hombres llamaban la atención. La policía hizo varias redadas en la iglesia, comprobando los documentos de identidad de los exmiembros de la pandilla y llevándose a algunos de ellos.
“Fue una época de grandes dificultades”, dijo Moz. “Pero no había lugar para el miedo. Era más el deseo, la pasión para disfrutar el cambio”.
Moz trabajó con pastores de otras iglesias para establecer varios centros de reinserción social. Viajó a Los Ángeles para visitar Homeboy Industries, cuyo programa de rehabilitación de pandillas proporciona eliminación de tatuajes, servicios legales, asesoramiento y capacitación laboral a miles de expandilleros cada año.
En 2019, la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional comenzó a trabajar en un programa para personas que decían haber abandonado o estaban tratando de abandonar las pandillas. La agencia se asoció con la iglesia de Moz y otras dos para proporcionar capacitación laboral y asesoramiento. USAID también apoyó La Factoría Ciudadana, un centro de rehabilitación al oeste de San Salvador que trabajaba con unas 300 personas al mes procedentes de iglesias y del sistema penitenciario.
Tenían grandes esperanzas de ampliar los esfuerzos de rehabilitación.
Estado de excepción
En marzo de 2022, una matanza entre pandillas se extendió a lo largo de tres días y causó 87 muertos. Se cree que la violencia se produjo tras el fracaso de una tregua secreta entre el gobierno y los líderes de las pandillas, que Bukele ha negado que existiera.
El estado de excepción que se decretó suspendió las libertades civiles, incluido el derecho a conocer el motivo de la detención y a comparecer ante un juez en un plazo de 72 horas. El Congreso amplió la detención preventiva y promulgó penas de 30 años de prisión para los miembros de las pandillas y para quienes las apoyaran.
Los soldados pululaban por los barrios, deteniendo a quienes tuvieran tatuajes de pandillas o antecedentes penales, o a quienes consideraban sospechosos. En Twitter, Bukele publicó un video de presos —descalzos y vestidos solo con calzoncillos blancos— corriendo, agachados, con las manos esposadas en una nueva megaprisión.
El gobierno de Bukele afirma que las redadas han reducido a más de la mitad el número de homicidios, de 1.147 en 2021 a 495 el año pasado. Los expertos coinciden en que el número de asesinatos ha disminuido, pero algunos medios locales de información acusan al gobierno de exagerar la reducción.
Los salvadoreños visitan ahora barrios que estaban prohibidos: Antes, si vivían en el territorio de una pandilla, pero cruzaban el territorio de otra, corrían el riesgo de ser asesinados.
La guerra contra las pandillas ha aumentado la popularidad de Bukele, cuyas tendencias autoritarias han alarmado a las autoridades estadounidenses. Ha atacado a críticos y periodistas y su gobierno ha destituido a jueces del Tribunal Supremo e intimidado a fiscales anticorrupción. Pero en El Salvador, el presidente tiene un índice de aprobación del 91%, según una encuesta del sitio salvadoreño de noticias La Prensa Gráfica y tiene previsto presentarse a la reelección el año que viene, a pesar de que la Constitución del país prohíbe los mandatos consecutivos.
En un mercado artesanal del centro histórico de San Salvador, la gente compra llaveros, camisetas y delantales, todos adornados con la cara de Bukele. Una enorme decoración plasmada sobre la pared muestra a Bukele, un reloj y las palabras: “El presidente que está haciendo historia”.
“Es como un sueño, es lo mejor que nos ha pasado”, dice la tendera Ceci Martínez sobre la guerra de Bukele a las pandillas. “Estamos más tranquilos, no estamos encerrados, las calles están tranquila, la gente pasea, turistas nos visitan”.
Martínez dijo que duda de la sinceridad de las conversiones evangélicas de los pandilleros. Soltó el llanto al contar cómo mataron a su hijo, Luis David, hace varias décadas, cuando tenía 18 años. Se había mudado a un barrio controlado por la MS13. Dejó atrás a un niño de casi un año, al que Martínez ayudó a criar.
“Los críticos no han vivido lo que hemos vivido nosotros”, afirmó.
Pero el estado de emergencia ha alarmado a los grupos de derechos humanos.
Las autoridades han detenido a cientos de personas sin vínculos con las pandillas en redadas masivas indiscriminadas, según señalaron Human Rights Watch y la organización salvadoreña de derechos humanos Cristosal en un informe de diciembre. Algunos mandos policiales parecen haber establecido cuotas diarias de detenciones, según el informe, y las comparecencias de cientos de personas a la vez han dificultado la presentación de pruebas por parte de los abogados.
Los expertos en seguridad señalan los fracasos de anteriores enfoques represivos contra las pandillas.
“Esto no es una solución al problema”, dijo Mark Ungar, politólogo del Brooklyn College que ha investigado la extorsión de las pandillas en América Central. “Puede que sea una medida provisional para detener la hemorragia, pero no se están abordando las causas inherentes de la delincuencia”, como la pobreza o la corrupción policial.
En una entrevista, el vicepresidente de El Salvador, Félix Ulloa, negó la práctica de detenciones arbitrarias y dijo que la represión “ha devuelto la paz a las comunidades”, insistiendo en que los residentes ya no temen represalias de las pandillas por denunciar delitos.
“Hay armonía, ahora ves a la gente sonreír, la misma gente que antes estaba angustiada porque habían violado a su hija... porque mataron a su hijo al salir de la escuela”, dijo. “La gente ya no vive esas experiencias”.
Ulloa reconoció que más de 3.000 presos han sido liberados porque no estaban vinculados a una pandilla o porque fueron detenidos por error. Dijo que la decisión sobre si los expandilleros deben ser juzgados la tomarán los jueces. Añadió que quienes dirigen los programas de rehabilitación deben notificar a los funcionarios.
“Si lo haces en la sombra, escondida, lo más probable es que las autoridades piensen que es un refugio para terroristas”, dijo.
Varios pastores entrevistados dijeron que ningún miembro de sus programas de rehabilitación había sido puesto en libertad tras ser detenido.
De las 59 personas que estaban en el programa de USAID antes del decreto de emergencia, 41 están en prisión, al igual que muchos de los que pasaron por La Factoría Ciudadana. La policía también atacó a un programa de rehabilitación dirigido por un misionero estadounidense en la región de Santa Ana y arrestó a cinco jóvenes tatuados.
Era digno de confianza, estaba transformado
La inspiración del pastor Edwin Guzmán para acercarse a los miembros de las pandillas provino de una fuente poco probable: una película estadounidense de 1970, “The Cross and the Switchblade”, protagonizada por Pat Boone en el papel de un pastor evangélico que ejerce su ministerio en un barrio de Brooklyn asolado por la delincuencia. Guzmán vio la película años después y dijo que el mensaje se le quedó grabado.
En su iglesia evangélica de San Salvador, Guzmán creó un programa de formación laboral en el que antiguos miembros de las pandillas s fabricaban jabón líquido. Todos los participantes fueron detenidos durante la represión. También lo fueron decenas de padres con hijos en el programa extraescolar de la iglesia.
Guzmán lloró al hablar de Armando, que abandonó la MS-13 cuando empezó a participar en el grupo de jóvenes de la iglesia a mediados de la década de 2000. En aquel momento, Guzmán le dejó vivir en la iglesia y le dio las llaves.
“Algunos estaban en contra, pero yo dije que no. Dije que si no creíamos que Dios podía cambiar a esta gente, entonces ¿quién iba a creer?”, recuerda.
Armando fue detenido la primavera pasada tras trabajar como ayudante de la iglesia durante 17 años.
“Era de confianza. Transformado, cambiado”, dijo Guzmán. “Dios había hecho la obra también en él. Armando era y es una buena persona”.
A una hora de distancia, en la región de La Libertad, la iglesia evangélica de José Elvis Reynoza se encuentra sobre una polvorienta carretera de tierra. Su familia vive al lado, en una casa con tejado de láminas y la leyenda “La sangre de Cristo tiene poder” pintada en una pared exterior. En un corral adyacente, descansan dos enormes puercas preñadas.
Reynoza se unió a la MS-13 cuando era adolescente, se convirtió en líder y pasó varios años en prisión. Dejó la MS-13 cuando era un adulto joven y empezó a ir a la iglesia, y durante años dirigió un ministerio de exmiembros de pandillas que predicaban en mercados locales.
Los tatuajes de Reynoza - “Salvatrucha” en la frente- llamaban la atención. La policía le paraba a menudo por la calle.
Lo arrestaron en su casa en marzo de 2022, cuando empezaron las redadas. Las autoridades publicaron la foto de Reynoza en Twitter, diciendo que sería juzgado por pertenecer a una organización terrorista.
Cada 15 días, Francisca, la esposa de Reynoza, le envía paquetes con 100 dólares, con la esperanza de que lleguen a sus manos. Como mucho, gana 10 dólares al día vendiendo ropa colocada en ganchosfuera de su casa.
Las autoridades volvieron a la casa una semana después de la detención de Reynoza y preguntaron a Francisca si había estado alguna vez en la cárcel. “Porque también [nos] estamos llevando las esposas que colaboran”, le dijeron.
La familia ha reunido cartas de otras iglesias que responden por Reynoza. Les preocupa su diabetes y, como otras tantas familias de muchos presos, no han obtenido información sobre su estado.
“Cuando la gente pregunta cómo está el pastor, no podemos decir nada”, dice Mario Portillo, hijo de Reynoza, de 24 años, que ha asumido el cargo de pastor de la iglesia. “No tenemos respuesta”.
Huida al sur de California
El riesgo de arresto era demasiado grande para que algunos se quedaran. Tras meses esquivando a las autoridades, Nelson Sánchez dejó atrás a su mujer y sus tres hijos y huyó a California.
Sánchez, de 39 años, se había unido a la MS-13 a los 14 años. Cuando fue puesto en libertad en 2008 tras una estancia de meses en prisión que describió como una llamada de atención, dijo a su pandilla que se alejaba para buscar a Dios.
“Ya veremos si es verdad”, le dijeron.
Poco después, dice, fue atacado a tiros por pandilleros enfadados con su decisión.
Por aquel entonces, Sánchez vivía cerca de la iglesia de Guzmán, y el pastor le dejaba hacer trabajos de mantenimiento. Se convirtió en pastor de jóvenes, tomó cursos de teología y ayudó a Guzmán a llegar a los jóvenes a través de un torneo de futbol en el vecindario. En 2019, empezó a dirigir su propia congregación.
En mayo, la policía se presentó en la iglesia de Guzmán preguntando por “Nelson”. Sánchez salió de El Salvador ese mes. Se entregó en la frontera entre Estados Unidos y México en junio y, tras contar su historia a un juez, se le concedió la libertad condicional, un permiso temporal para entrar en el país.
En su solicitud de asilo, escribió que “el gobierno de El Salvador me está buscando para llevarme de vuelta a la cárcel y si vuelvo a caer en prisión no me cabe duda de que la MS me matará”.
Sánchez vive ahora en Los Ángeles con dos de sus hermanos, a la espera de que avance su caso.
“Hasta cierto punto apoyo que el presidente esté arrancando de raíz el problema de las pandillas”, dijo. “Pero lo que no es bueno es que no sepa distinguir entre los pandilleros activos y los que no lo son”.
“Durante 16 años estuve en un mundo totalmente distinto al que pertenecía porque Dios me dio la oportunidad de reparar mi vida”.
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