Para evitar un suicidio a veces es necesario romper puertas
Es un cliché cultural que nosotros, los estadounidenses, somos descaradamente abiertos acerca de nuestros sentimientos. Pero no es así; somos buenos para fingir, para sonreír con creces y afirmar despreocupadamente: “Todo está bien”.
A principios de abril, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) informaron una impactante estadística: la tasa de suicidios en el país aumentó un 25% en comparación con 1999, un anuncio enmarcado por las muertes de Kate Spade y Anthony Bourdain. Desde entonces, hemos inundado las redes sociales con publicaciones sobre líneas directas de atención al suicida y conmovedores recuerdos de la diseñadora y el chef. Tales respuestas son equivalentes a los “pensamientos y oraciones” que tan a menudo acompañan los tiroteos escolares; y son igual de ineficaces para prevenir otra tragedia.
¿Cómo pudieron hacerlo? ¿Por qué no recibieron ayuda? ¿Cómo pueden dos personas exitosas terminar con sus vidas? Si estas conversaciones le suenan familiares, es porque lo son: dijimos lo mismo en 2017 acerca de Chris Cornell, el excantante de Soundgarden, y de Chester Bennington, de Linkin Park.
Esto es lo que muchas personas -muchas personas afortunadas- no entienden acerca de la depresión. No importa cuánto dinero se tenga en el banco; no importa cuán bello uno sea, qué tan popular o qué tan exitoso. A la depresión no le importa eso; es como una posesión demoníaca. En realidad, es una posesión. La persona pierde su voluntad, pierde perspectiva. Está en un túnel oscuro que es cada vez más y más negro hasta que solo puede ver una opción, una manera de terminar con el dolor insoportable. No parece algo egoísta; no parece triste. Parece la luz al final del túnel, y se siente como un alivio.
Yo debería saberlo. He sufrido de depresión desde que era niña. A los 10 escribí en mi diario: “No estés tan deprimida ahora. Tendrás tiempo de sobra cuando seas adulta”. Mi yo de 10 años era profético: he tomado antidepresivos por épocas desde mis 20 años, y tuve al menos dos episodios de depresión grave. Hace dos años, ocurrió de nuevo. Era mi cumpleaños y una amiga me llevó a un hermoso restaurante junto al mar, en Malibú. Me pasé toda la pintoresca comida mirando por la ventana, casi sin decir nada. No estaba admirando la vista: estaba pensando en arrojarme al mar.
No podía decirle a mi amiga lo enferma que estaba, porque me sentía culpable y avergonzada. Ella se había gastado un pequeño botín en un almuerzo con langosta; ¿cómo podía decirle que ni siquiera había saboreado la comida? Esa misma tarde, vi a otra amiga, A., y le dije que me sentía mal. Como sobreviviente de suicidio, A. comprendió que era algo más que tristeza. Al día siguiente, dejé de responder el teléfono y los mensajes de texto. Entonces, A. fui a mi casa, usó una palanca para abrir la puerta del edificio y luego atravesó la tela metálica de una ventana para ingresar en mi apartamento por el patio.
Yo estaba en el ‘paso 1’ de un proceso de tres etapas: primero, la necesidad acuciante de hacer que todo el dolor cese. Luego viene “crear un plan”. No creo que deba explicar lo que sucede a continuación. Cuando A. irrumpió en mi apartamento, me enojé. Fingí que estaba bien, que ella había reaccionado exageradamente, que todo era normal.
La realidad es que A. me salvó la vida. Ella no llamó al 911 ni me sacó de una bañera ensangrentada, pero sus acciones me despertaron. La había asustado, lo cual, a su vez, me asustó a mí. Al día siguiente llamé a un psiquiatra y volví a tomar medicamentos. En unas pocas semanas comencé a salir del abismo; castigada, un poco humillada y muy agradecida.
El suicidio es impactante para la mayoría de nosotros, especialmente cuando ocurre entre celebridades. Repetimos trivialidades sobre tener tanto por qué vivir, sobre el terrible desperdicio de ese acto. Pero el tema nunca me sorprende, porque sé que es posible ‘actuar’ una vida.
Cuando le preguntamos a otros cómo están, realmente no queremos saberlo. Valoramos la individualidad y la privacidad; y más aún, premiamos el éxito. La desesperación y la enfermedad mental no cuadran con el éxito. Los desesperadamente infelices simulan el bienestar. No quieren admitir ante sus amigos y familiares que han sucumbido al máximo pecado estadounidense, no poder decir: “Estoy bien”.
Sin duda, todos los que publicaron una advertencia al estilo “¡Busca ayuda!”, y todos los reporteros que agregaron el número telefónico de la Línea Nacional de Prevención de Suicidios al final de una noticia, actuaron con buenas intenciones. Pero como alguien que ha llamado a esa línea directa, puedo decir: eso no es suficiente.
Las líneas directas son un comienzo, pero se puede y se debe hacer mucho más. Si teme que alguien cercano esté deprimido, haga usted mismo ese llamado, y luego haga otros. Cuente con distintos recursos: recursos reales, como terapeutas y psiquiatras, dispuestos a trabajar en escala proporcional. Más importante aún, esté dispuesto a inmiscuirse. Cometa otro pecado estadounidense: pregúntele a alguien cómo está realmente. Siga llamando; invada el espacio personal. Si realmente teme lo que alguien podría hacer, lleve a esa persona a una sala de emergencias o llame al 911. Alguien deprimido puede resistirse a sus esfuerzos: ignore sus protestas. Las personas enfermas necesitan ayuda, y a menudo no están dispuestas a admitirlo. Pero no mejorarán por sí mismas.
Es muy posible que la única razón por la que estoy aquí hoy sea por mi amiga, y por la palanca que usó para ingresar a mi apartamento. No tenga miedo de usar una. Más importante aún: no tenga miedo.
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