En Hiroshima, los sobrevivientes de la bomba atómica cuentan su historia a quien quiera escucharla
Una vez al mes durante todo el 2017, Kazuhiko Futagawa, de 72 años, se sentó en una cafetería ubicada a pocas cuadras de donde su padre fue reducido a cenizas cuando Estados Unidos lanzó la primera bomba atómica, hacia el cierre de la Segunda Guerra Mundial.
El Social Book Cafe está ubicado en el segundo piso de un edificio de oficinas y apartamentos anodino, cerca del centro. Tiene solo un puñado de mesas; su intimidad permite mantener conversaciones silenciosas y reflexionar tranquilamente.
La cafetería acepta reservas, pero la mayoría de los visitantes entran sin previo aviso.
Judi y Syd Saperstein, nacidos justo después de la Segunda Guerra Mundial, se encontraban en el final de una visita con su hijo, apostados en la cercana Estación Aérea de Infantería de Marina Iwakuni.
La pareja había disfrutado de aprender sobre la cultura japonesa en las últimas semanas, y planeaba visitar el Peace Memorial Park, dedicado al legado de los bombardeos, más tarde ese mismo día. Pero primero, se detuvieron en la cafetería donde una interacción personalizaría su experiencia.
Hacía tiempo que sabían sobre el ataque a Hiroshima —donde se estima que entre 60,000 y 80,000 personas murieron instantáneamente y decenas de miles más perecieron después, por los efectos de la radiación—, desde sus años en la escuela primaria; Futagawa y su familia lo habían vivido.
Futagawa es allí uno de los más jóvenes hibakusha: sobrevivientes de la bomba atómica.
Y es uno de los 18 hibakusha que lideran una serie de charlas individuales que tienen lugar tres veces al mes desde que el café abrió sus puertas, en 2017. Dos de las sesiones se llevan a cabo en japonés; la tercera en inglés, para los muchos extranjeros que ahora visitan la ciudad japonesa reconstruida.
Futagawa, quien aún vive en Hiroshima, comenzó su charla con los baby boomers estadounidenses detallando los eventos de ese día, ocurrido hace 73 años.
Su hermana de 13 años, junto con su padre, fallecieron inmediatamente, relató, cuando el Enola Gay lanzó la bomba atómica, a las 8:15 am del 6 de agosto de 1945. Probablemente, ambos acababan de llegar al trabajo cuando la bomba de uranio —conocida como Little Boy— fue arrojada.
Al día siguiente, su madre, embarazada de dos meses, comenzó una búsqueda frustrante de su marido y su hija, la mayor de tres. Día tras día, la mujer revisó los escombros calcinados, las orillas del río y una isla cercana, donde se habían llevado miles de heridos.
Sus cuerpos nunca fueron hallados. Así que la mujer hizo todo lo posible por olvidar.
Ocho meses después, el 6 de abril, nació Kazuhiko Futagawa.
Judi Saperstein señaló a Syd y dijo: “Septiembre de 1946”.
Los ojos de Futagawa se ensancharon, y él sonrió. “¿Oh, en serio? La misma generación”.
Los Saperstein crecieron escondidos debajo de los escritorios durante los simulacros de ataque aéreo, y aprendieron sobre las pruebas de armas nucleares en Nevada. “Sabíamos que era un asunto serio”, recordó Judi Saperstein.
Futagawa, por otro lado, reconoció que no le contaron la historia de su familia con la bomba o el destino de su padre y su hermana hasta bien entrado en la madurez.
Futagawa está clasificado como sobreviviente porque estaba en el vientre al momento de la explosión. Su madre, quien falleció en 2000, nunca compartió la historia de ese día con él, reconoció. Esa tarea eventualmente recayó en su tía y su primo, cuando él tenía aproximadamente 30 años.
Hace apenas cuatro años, su hermana estaba revisando una cómoda que había pertenecido a su madre. En el fondo de uno de los cajones había una blusa verde envuelta en papel de arroz.
Cuando Futagawa lo vio, sintió dolor y arrepentimiento.
Era un uniforme escolar idéntico al que su hermana fallecida llevaba cuando iba a trabajar a una fábrica, la mañana del atentado.
“¿Por qué mi madre guardó este uniforme?”, se preguntó en ese momento. “¿Por qué no habló de nada?”. Ahora cree comprenderlo.
“Esta pequeña blusa muestra todo lo que causó un sufrimiento humano indescriptible acerca del bombardeo”, relató Futagawa a sus visitantes, mientras les mostraba una foto de ella.
La camisa era todo lo que su madre tenía de su hija. No podía hablar de ese día porque su dolor era demasiado profundo; fue por eso que ella la escondió.
Futagawa sacó un folleto púrpura y lo hizo circular por la mesa. Era un libro médico que les permite a los hibakusha recibir atención médica gratuita. Futagawa lo solicitó cuando tenía 36 años; su madre nunca lo hizo.
El hombre explicó que, más tarde, descubrió que ella no quería que sus hijos experimentaran prejuicios y discriminación como sobrevivientes.
Eso sorprendió a Judi Saperstein. “Ellos fueron los perjudicados”, dijo.
Syd Saperstein tampoco entendió. “¿Cuál era el estigma?”, preguntó.
La exposición a la radiación. Además, una sociedad que quería olvidar lo sucedido, a ambos lados de la guerra.
Para explicar con más detalle, Futagawa contó una historia sobre cómo NHK, un canal público de Japón, quiso entrevistarlo hace varios años. Por entonces, su esposa le aconsejó no hacerlo, porque temía que sus nietos lo vieran y supieran que él era un hibakusha.
Recientemente, sin embargo, a medida que Futagawa comenzó a ver a los sobrevivientes sucumbir a la vejez y las enfermedades derivadas de la exposición a la radiación, se preocupó de que las historias sobre ese día mueran con ellos.
“No debemos dejar que las crueles lecciones de la bomba atómica y la guerra se desvanezcan con el paso del tiempo”, dijo.
Y así, una vez al mes, se sienta en la cafetería y espera a cualquiera que desee escuchar su relato.
Gahan es corresponsal especial.
Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.
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