Muchos trabajadores temen volver a sus tareas y se resisten a hacerlo
Una ama de llaves de un hotel de Santa Mónica que trabaja por un salario mínimo. Un abogado del centro de Los Ángeles con un salario de seis cifras. Un asistente de estacionamiento de Disneyland que tiene cuatro hijos. Una maestra de escuela rural, en el norte de California, cuyo esposo padece enfermedad pulmonar. ¿Qué tienen todos ellos en común? Miedo.
También ira, confusión y frustración con los altibajos de la economía de California en tiempos del coronavirus, donde los lugares de trabajo cierran y abren y vuelven a cerrar, las reglas para los que permanecen en funcionamiento pueden cambiar día a día, y los controles a menudo parece laxos.
En medio de crecientes infecciones y hospitalizaciones, el gobernador Gavin Newsom volvió a dictar el cierre, este mes, de una gran cantidad de negocios en todo el estado, incluidos restaurantes, bares, cines, salas de juegos, gimnasios, salones de belleza y algunas oficinas.
No obstante, miles de empleados que fueron puestos en licencia o trabajaron desde sus casas a partir de marzo están siendo llamados de regreso a sus puestos físicos.
Muchos, especialmente aquellos respaldados por poderosos sindicatos, se resisten. Citan el fracaso de los empleadores en los últimos cuatro meses para prevenir brotes de COVID-19, incluso en hospitales, hogares de ancianos, establecimientos de comida rápida, supermercados y almacenes, donde los trabajadores fueron considerados “esenciales” por el estado.
“Los empleados que nunca abandonaron el lugar de trabajo a menudo no estaban suficientemente protegidos”, consideró Laura Stock, directora del Programa de Salud Laboral de UC Berkeley. “Ahora muchas personas se han visto obligadas a volver a sus empleos en circunstancias que no sienten seguras”.
Desde marzo, más de 17.800 denuncias de COVID-19 en el lugar de trabajo fueron presentadas en el Departamento de Salud Pública del condado de Los Ángeles. La División de Seguridad y Salud Ocupacional de California, conocida como Cal/OSHA, registraba unas 3.800 denuncias hasta mediados de julio.
Las empresas a menudo son poco comunicativas con los trabajadores acerca de si han estado expuestos a un colega infectado, señaló Stock, y la jurisdicción entre los departamentos de salud del condado y Cal/OSHA, que durante mucho tiempo ha estado subfinanciada, no está clara.
Los empleados suspendidos que son convocados nuevamente por lo general pierden sus beneficios de desempleo si no regresan a sus tareas. “Es una situación terrible”, enfatizó Stock. “Las personas tienen que elegir entre un sueldo y su salud; no solo la propia, sino también la de su familia y su comunidad”.
En una esquina de Figueroa Street, en el centro de Los Ángeles, este mes, docenas de trabajadoras de limpieza y lavaplatos con mascarillas faciales realizaron una manifestación a la hora del almuerzo, agitando letreros que decían: “No me siento seguro” y “Pausen la reapertura de los hoteles”.
Unite Here Local 11, un sindicato que representa a unos 25.000 trabajadores de hospitalidad en el sur de California, ha organizado protestas desde que el condado de Los Ángeles permitió que los hoteles reabrieran al público en general, el 12 de junio pasado. A partir de marzo estaba permitido que los hoteles atendieran solo a trabajadores de emergencias, trabajadores esenciales en cuarentena y algunas personas sin hogar, bajo un programa del condado.
Blanca Guerrero, recientemente convocada a retomar su empleo de limpieza en el JW Marriott Santa Mónica Le Merigot, relató que sus jefes no han ofrecido capacitación sobre cómo limpiar sin arriesgarse a la exposición al virus por parte de otros trabajadores o de huéspedes.
Hace dos semanas, un huésped se acercó a ella sin cubrirse la cara y tosió sobre su carrito de limpieza, pero cuando la mujer comentó el hecho a sus supervisores, estos no hicieron nada. Cuando un compañero de trabajo se enfermó, agregó, el hotel se negó a pagar su prueba de COVID-19.
Una portavoz de Marriott rechazó hacer comentarios sobre la situación de Guerrero, pero mediante un comunicado señaló: “El bienestar de nuestros huéspedes y trabajadores es de suma importancia. Marriott cuenta con procesos de limpieza y capacitación bien establecidos”.
A pesar de lo que Guerrero, de 48 años, considera un “gran temor” de contraer COVID-19, dijo, no puede renunciar porque su salario mínimo ayuda a mantener a sus dos hijas, de 19 y 23 años.
Unite Here ha presentado una docena de quejas ante el departamento de salud del condado de Los Ángeles, documentando 85 infecciones de virus, detalló Kurt Petersen, copresidente del Local 11. “Todos queremos volver a trabajar, pero no creo que estemos listos todavía”, señaló, y agregó que a pesar de instalar barreras de plexiglás y proporcionar equipos de protección, los hoteles no contratan personal suficiente para garantizar que exista una limpieza a fondo.
Una encuesta de los miembros del Local 11 realizada a fines de junio mostró que el 75% no quería ser obligado a trabajar antes de que la pandemia hubiera pasado. El sindicato pidió a la Junta de Supervisores del Condado de Los Ángeles que pause la reapertura de los hoteles para los viajes de turismo y ocio hasta que se puedan garantizar los protocolos de seguridad más estrictos, la capacitación de los trabajadores y el rastreo de contactos.
Con la tasa de desempleo del condado de Los Ángeles ubicada en 19.5% en junio, y probablemente en ascenso a medida que las empresas cierran nuevamente, desalentar el turismo podría prolongar el impacto ya masivo en la economía local. Antes de la irrupción del COVID-19, se esperaban 51 millones de turistas para 2020. Ahora el pronóstico es de unos 30 millones de visitantes. La disminución podría significar una caída de $11 mil millones en ingresos, según la Junta de Turismo y Convenciones de Los Ángeles.
En el Centro de Justicia Criminal Clara Shortridge Foltz, a pocas cuadras de donde los trabajadores hoteleros realizaron su protesta, el abogado William Hayes está considerado un trabajador esencial, junto con muchos otros defensores públicos adjuntos. Hayes ha trabajado durante la pandemia, pero se ha conectado con sus clientes encarcelados principalmente por video desde que se suspendieron los juicios con jurado, en marzo.
El 6 de julio, sin embargo, el enorme edificio volvió a abrir al público. Las multitudes ahora se agolpan mientras Hayes, de 37 años, monta los ascensores entre su oficina del piso 19 y las salas de audiencias en otros pisos. Los juicios por jurado se reanudarán en agosto o septiembre.
“La gente con la que trabajo está asustada”, comentó. “Es una especie de locura que estemos abriendo justo cuando las hospitalizaciones y las muertes están aumentando”.
Las pruebas en las cárceles “muestran, como en todas partes, que el virus se está multiplicando cada vez más”, agregó, pero aún así cientos de acusados son llevados a la corte todos los días.
En los tribunales, agregó “el distanciamiento social no se aplica. Siete u ocho personas suben a los ascensores. El público y el personal judicial no usan mascarillas o las llevan debajo de la barbilla, o colgadas de una oreja”.
Si bien algunos magistrados son “militantes” y defienden el uso del cubrebocas, “todavía hay jueces que no los usan en el estrado”, comentó Hayes. Si él dejara de concurrir a su trabajo, no solo perdería su salario sino que también decepcionaría a los clientes que esperaban su cita en la corte. “Están expuestos a una posible sentencia de muerte con el coronavirus arrasando en las cárceles”, reflexionó. “Mis colegas y yo, algunos de ellos ancianos, estamos dispuestos a correr el riesgo”, añadió Hayes. “Pero nos piden demasiado”.
Una portavoz de la Corte Superior del Condado de Los Ángeles se negó a abordar directamente los dichos de Hayes sobre la aplicación de la ley, pero en un correo electrónico explicó que a los jueces se les ordenó en mayo pasado el uso de cubiertas faciales. Y una orden del 6 de julio exige mascarillas, distanciamiento social y el uso de desinfectante para manos en todos los juzgados del condado. “El tribunal ha cumplido con todos los requisitos de salud pública del estado y del condado”, escribió. “El personal del sheriff está encargado de hacer cumplir el protocolo de distanciamiento social”. Las áreas de alto tráfico se limpian al menos dos veces al día, mientras que los pisos, bancos, salas de tribunal y ascensores tienen marcas de distancia física, escribió.
Decenas de trabajadores en todo el sur de California, incluidos los de restaurantes, supermercados, centros de llamadas, empresas aeroespaciales, fábricas de ropa y oficinas con cubículos, se han comunicado con The Times para describir cómo sus lugares de trabajo son inseguros. En su mayoría, solicitaron el anonimato por temor a perder sus empleos. Entre los brotes más graves se registra el de más de 300 trabajadores del fabricante de prendas Los Angeles Apparel, que dieron positivo por el virus; cuatro de ellos fallecieron.
Los gremios, que protegen a sus miembros de represalias mediante la negociación colectiva, lideran la resistencia pública a las iniciativas de vuelta al trabajo y piden con urgencia medidas de seguridad más estrictas.
A mediados de junio, una docena de sindicatos que representaban a unos 17.000 empleados de Disneyland Resort le escribieron a Newsom para decirle que no sería seguro abrir el parque según lo programado, el 17 de julio. Menos de una semana después de que se enviara la carta, en medio de un aumento en las infecciones por coronavirus en el sur de California, Walt Disney Company anunció que el parque no volvería a abrir este mes. Queda pendiente establecer una nueva fecha.
La compañía estaba “demasiado confiada y no se daba cuenta de lo que significa abrir un negocio donde a raíz de eso la gente podría morir”, enfatizó Austin Lynch, portavoz del gremio.
Disney defendió su plan de reapertura citando mejoras en la limpieza, límites en la capacidad de público y la toma de temperaturas de los visitantes en la entrada del parque. Pero los sindicatos piensan que un parque temático con multitudes y atracciones no debería abrir sus puertas hasta que el virus esté bajo control, porque hacer cumplir las reglas de distanciamiento físico y mascarillas faciales allí sería demasiado difícil.
Joey Hamamoto, de 23 años, encargado de estacionamiento en el Grand Californian Hotel, de Disney, ganaba el salario mínimo más propinas antes de que le dieran licencia, en marzo. Si Disney no cumple con los términos del sindicato, se sentiría reacio a volver porque “no estaré seguro”, comentó.
Uno de los cuatro hijos de Hamamoto tiene asma, su hermano recientemente contrajo COVID-19 y su padre sufrió un derrame cerebral en mayo. A él le preocupa llevar el virus a su casa.
La sala de descanso del valet es del tamaño de un armario, agregó Hamamoto, y subirse a varios vehículos durante el día es arriesgado: la Organización Mundial de la Salud recientemente reconoció que el coronavirus puede permanecer en el aire en espacios cerrados. “Los que trabajamos en el hotel somos los primeros que vemos a los huéspedes, personas de todo el mundo”, dijo. “No se sabe quién puede tener qué cosa”.
Los sindicatos de empleados públicos son igualmente enfáticos con el tema. El 10 de julio, United Teachers Los Angeles, que representa a 32.000 maestros, consejeros, enfermeras escolares y bibliotecarios, emitió los resultados de una encuesta de sus miembros, que muestra que el 83% se opone a la reapertura de los campus.
Tres días después, en medio de un aumento en los casos de COVID-19, el distrito escolar de Los Ángeles anunció que las clases en persona no se reanudarán hasta nuevo aviso. “No se le puede decir a alguien que su hijo [debería] ir a la escuela para salvar la economía, pero que al hacerlo quizá pueda morir”, comentó Nick Harris, un maestro de español de nivel secundario.
El viernes, Newsom canceló las clases en persona en 32 condados en la lista de vigilancia de COVID-19 del estado. Ello fue un pequeño consuelo para Kristen Peckham, quien enseña en jardín de infantes en el condado rural de Trinity, que no está en el listado.
La escuela de Peckham, Burnt Ranch Elementary, tendrá que cumplir con estrictos estándares, que incluyen pruebas de temperatura, lavado de manos y seis pies de distanciamiento. Pero los estudiantes desde el jardín de infantes al tercer grado no tendrán que usar mascarillas.
Peckham tiene 66 años y su esposo, de 85, tiene una enfermedad pulmonar. La enseñanza remota ha sido un desafío, reconoce. Algunos estudiantes no cuentan con acceso confiable a internet. Y los niños tienen entre cinco y seis años, lo cual hace casi imposible el aprendizaje independiente.
Algunos maestros en su escuela usaron Zoom para transmitir clases en vivo, pero a Peckham se le ocurrieron otras formas. Había grabado videos de lecciones para que los padres de sus alumnos los descargaran cuando fuera conveniente, luego se puso a disposición para responder preguntas. También envió paquetes de tareas para que los estudiantes completaran a mano, lo cual produjo una participación aún mejor.
Peckham está dispuesta a seguir haciendo eso, pero no a arriesgarse a contraer COVID-19 en el trabajo y, posiblemente, infectar a su esposo. La docente le dijo a su director que no volverá a un salón de clases. “No puedo arriesgarme a estar cara a cara con los niños”.
Peckham no está sola en ello. Cientos de miles de trabajadores de California tienen condiciones de salud subyacentes, como diabetes y enfermedades autoinmunes, que podrían agravar una infección por coronavirus.
Feldmar Watch Co., un minorista en el vecindario de Pico-Robertson en Los Ángeles, que vende relojes de mil dólares, ha convocado nuevamente a varios empleados para que realicen ventas solo con cita previa. Lorel Monroy, quien ha trabajado en la tienda durante 14 años, no estuvo entre los voluntarios. A sus 50 años, la mujer tiene asma crónica y se siente sofocada cuando se pone una mascarilla facial. “No quiero tocar el inventario y ponerlo en la muñeca de un cliente”, expresó. “Si me infectara, probablemente no sobreviviría con un respirador artificial”.
Además, con las escuelas cerradas, ella es reacia a dejar a su hijo de 15 años solo en casa -su marido es conductor de camiones-. “Es un chico responsable”, contó. “Pero los adolescentes pueden hacer locuras”.
Hasta ahora, el jefe de Monroy ha comprendido. Pero si insisten en convocarla y pierde la elegibilidad de los beneficios de desempleo, dijo, probablemente tendrá que regresar o arriesgarse a perder su casa, en el sur de Los Ángeles, por ejecución hipotecaria.
El hundimiento de la economía pesa sobre ella, mientras que las licencias de muchas compañías se convierten en despidos permanentes. “Me atemoriza pensar que podrían volver a llamarme”, comentó. “Pero quizá me da más miedo que no lo hagan”.
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