Incendio Getty: Trabajadoras domésticas y jardineros, van a trabajar a pesar de las llamas
Cuando salió de su casa alrededor de las 6 a.m., Carmen Solano no sabía que un incendio había estallado cerca del vecindario donde trabajaba. Así que se fue a su trabajo, con el café y su ‘lonchera’ en la mano.
Un día antes de salir a trabajar, en una casa que limpia eventualmente en Robinwood Drive, llenó su mochila roja con tortillas, plátanos, agua y su almuerzo. Cuando Solano llegó a bordo de un taxi que compartió con otras trabajadoras domésticas, el vecindario de la colina, bordeado de casas multimillonarias, ya estaba asfixiado por los estragos del incendio del Getty.
“Hay mucho humo”, observó el conductor al dejar a la inmigrante guatemalteca. Normalmente, Solano trabaja en la casa el miércoles, pero el dueño necesitaba hacer un cambio y le pidió que viniera el lunes.
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Vestida con un suéter rosa y pantalones de chándal rosados, tocó el timbre una y otra vez, esperando que alguien estuviera adentro. Mientras esperaba en la puerta principal, se dio cuenta de que había dejado su teléfono en su casa o en el taxi.
Estaba varada. Las cenizas llovían sobre ella, dejando pequeñas manchas negras en su trenzado cabello blanco.
Yo fui quien le informó a ella que el vecindario estaba bajo una evacuación obligatoria y le ofrecí un aventón. Antes de irnos, toqué el timbre de la puerta, que tenía un sistema de seguridad inteligente el cual se conectaba al teléfono celular del residente. Solano no sabía lo que era.
“Está quemándose todo”, dijo el dueño de la casa a Solano, al detenerse a hablar en español a través del timbre. “Todo se está quemando”.
La policía les había ordenado evacuar a las 3 de la mañana, le dijo.
Un creciente incendio está ardiendo a lo largo de la autopista 405 cerca del Getty Center, lo que provoca órdenes de evacuación obligatorias.
Las calles estaban mayormente vacías en todo el vecindario. Fuera de las casas, los residentes habían decorado con tumbas, calabazas y arañas falsas para Halloween. Había telarañas de decoración sobre el cuidado césped. Las puertas del garaje quedaron abiertas cuando los residentes se apresuraron a salir. Los coches de lujo - un Porsche negro, un Mercedes Benz rojo y un Tesla - se quedaron ahí.
Solano le preguntó a su empleador qué debía hacer.
“Tengo miedo de estar sola”, dijo, mientras un trozo de ceniza caía sobre sus cejas.
Le preguntó si quería que la llevaran a su casa y le expliqué que me había ofrecido a ayudarla: La llevaría a una intersección principal y le ordenaría a un Uber que la llevara a su hogar. Me dio las gracias y le dijo a Solano: “Lo siento, gracias por venir”.
Le dijo que la llamaría y le diría si podría regresar a trabajar el miércoles.
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Mientras conducía a Solano por la calle, me dijo que había trabajado para la familia durante un mes y medio, después de que la mujer que vive allí se sometiera a una operación de la vista.
Se preocupaba por la pérdida de un día de salario. Solano llegó de Guatemala hace 27 años y recibió asilo. No conduce y no habla inglés. Ella emigró a Estados Unidos con la esperanza de ganar suficiente dinero para traer a su familia, una hazaña que no ha sido capaz de lograr.
Hablamos mientras esperábamos su Uber. El primero canceló la solicitud de viaje porque las carreteras estaban cerradas y no quería intentar navegar por ellas.
“Usted fue mi ángel de mi guarda”, dijo mientras me sonreía.
Mientras llamaba a otro Uber, Solano y yo nos estacionamos y caminamos por Bundy Drive hacia San Vincente Boulevard - esperando que estuviera abierto al tráfico. En el camino, nos encontramos con Marcela Aquino, que se dirigía en la dirección opuesta, con la esperanza de llegar a la casa que ella limpia de lunes a viernes. Había tomado el autobús esa mañana y se enteró del incendio cuando llegó.
Mientras Aquino se dirigía al vecindario para trabajar, su jefe la llamó para decirle que habían evacuado y que no podría entrar.
“Entonces, ¿qué hago?”, dijo Aquino. “Nadie me dijo que no viniera”.
Su jefe siempre le dice lo que está pasando, dijo. Durante un incendio anterior, él le había avisado para que se reuniera con él en otra casa.
“Pobrecitos”, dijo, expresando simpatía hacia su jefe, quien tiene dos hijos. Le ofrecí el Uber con Solano, pero lo rechazó.
“No quiero faltar al trabajo”, dijo Aquino. “Ya me descansaron una semana”.
Me pidió que hablara con su jefe, quien no habla bien español. Intentó llamar un par de veces, pero nadie respondió.
“Debería irme a casa”, dijo. Aquino había visto a otras trabajadoras domésticas caminando hacia el trabajo esa mañana.
“No nos lo dijeron”, aseguró ella. “Tienen que avisarnos que no vengamos”.
En nuestra caminata para encontrarnos con el Uber, nos topamos con un obrero de la construcción que también había llegado hasta el sitio donde trabajaba. Allí, vio el fuego y decidió irse. Al otro lado de la calle, una niñera se cubrió la cara con una toalla de papel, tratando de protegerse de las cenizas.
Después de un abrazo de Solano, puse a las dos mujeres en el Uber y me dirigí de nuevo a mi auto y conduje por Bundy Drive.
Ana Martínez, de 38 años, también llegó el lunes a la casa que había limpiado durante un mes. Los residentes estaban evacuando y no le avisaron que no la necesitarían.
Iba a enviar un mensaje de texto a su empleador, dijo, “pero pensé que si no me había mandado un mensaje, debería ir”, dijo Martínez. “Con el apuro y la prisa de empacar todo, a lo mejor se olvidó de mandarme un mensaje”.
Antes de irse, sus jefes le dieron una máscara.
Mientras me detenía a escribir, vi a un hombre cortando césped en el frente de una casa cercana mientras los residentes huían del vecindario en sus autos.
Chon Ortiz, de 50 años, sabía lo del incendio. Estaba atascado en el tráfico de camino al vecindario. Los dueños no lo habían obligado a venir, dijo, pero tenía tres casas a lo largo de esta ruta que necesitaba visitar.
“Si dicen que tengo que evacuar, lo haré”, manifestó en español. “Pero necesito trabajar”.
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